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El pequeño semillero rural de los boxeadores kichwas

El pequeño semillero rural de los boxeadores kichwas
18 de septiembre de 2011 - 00:00

¡Sube la mano, cúbrete! ¡Ataca más, ataca más! Las indicaciones se mezclan con el silbido metálico de los columpios y el griterío de niños y adolescentes que esperan la salida del colegio. ¡Tírale bien el jab! El entrenador se destaca con su más de metro ochenta, calentador rojo y piel negra, en medio del corro de niños-adolescentes que miran la acción de dos boxeadores. Algunos van con guantes reglamentarios y con calentadores de la Liga Cantonal de Cotacachi.

Otros llevan zapatos de suela y el uniforme de diario del Centro Educativo Pedro Fermín Cevallos, de Imantag. Las instrucciones de Jorge Trujillo van dirigidas en especial a Jonathan Escanta que, por su corta estatura -como buena parte de sus compañeros-, no aparenta la categoría de 12 y 13 años.

El “Diablo”, que es como le dicen por ser de pocas pulgas, encapuchado, irradia un engañoso aire temerario que se disipa con su sonrisa. Aunque es difícil arrancarle una palabra, cumple sin chistar todas las indicaciones del entrenador, lo que le llevó a ganar el bronce en el torneo nacional “Mis primeros guantes de oro”, realizado este año en Ibarra.

“Es una promesa”, dice el profesor de cultura física, mirando desde los graderíos de la cancha de básquet. Francisco Erazo es uno de los impulsores de la escuela de box. En el grupo está otro campeón nacional: Álex Cajas, bronce Sub 16, obtenido en mayo de 2011 en Manabí. Junto con Abel, su hermano menor y también boxeador, entrena golpeando un costal lleno de aserrín colgado de un árbol de la casa.

18-09-11-reportaje-box3En el equipo pesan las ausencias de dos grandes: Mariano Cabascango y Cristian Monroy. “Se nos fueron”, se lamenta Erazo. El primero tuvo la medalla de oro en los intercantonales 2010 y el segundo tiene el tercer lugar a nivel nacional. Con 16 y 17 años eran de los más crecidos y ostentaban liderazgo. Ahora están en Santo Domingo y Quito. Por sus años de permanencia en la parroquia, el profesor sabe que esas deserciones  de los adolescentes son comunes,  especialmente por motivos económicos.

En total aspira a que este año lectivo se inscriban 50 estudiantes, de 9 años en adelante, de los cuales, por acuerdo con la Federación Deportiva Provincial, los mejores competirán a nombre de Imbabura. El proyecto también contempla la remuneración del entrenador.

La proliferación de deportistas gladiadores en una pequeña comunidad rural kichwa, con algo más de cinco mil almas, no deja de ser extraña para el ibarreño Trujillo. “Tal vez tiene que ver con las pandillas”, dice el amateur, que tiene a su haber campeonatos nacionales e internacionales.

Erazo, en cambio, está seguro de que la escuela de box es una respuesta a los grupos violentos. “Les dije que, en lugar de pelear en la calle, peleen en el ring. Les aplicamos la filosofía de no violencia del box, que permite al joven dejar la energía propia de su edad en el cuadrilátero, sin infligir heridas graves o mortales al oponente, para que  luego estén tranquilos en la convivencia diaria”, explica.

Eso lo confirma Álex Lita, de 13 años, bronce en los intercantonales, que ingresó al equipo para defenderse de la rudeza de otros muchachos en el colegio.

El régimen de entrenamiento es de dos horas diarias. Hoy, con el reinicio de clases, después de tres años de lanzar golpes a mano limpia, llegaron diez pares de guantes de la federación. Sin embargo, no saben por cuánto tiempo se conformarán con la falta de uniformes y cascos de protección, al uso de la cancha de básquet como arena de combate y a llegar de cuando en cuando a Ibarra para usar el cuadrilátero.

El timbre suena. Los guantes se guardan bajo llave. En minutos los patios quedan vacíos y los pequeños boxeadores vuelven a sus comunidades, por caminos de piedra y tierra, a pie, en bus o camioneta.

La emigración hacia grandes urbes, la violencia, el box

“Ya no quise estar ahí. La plata no es fácil de conseguir”. Un sonoro gesto de despecho se confunde con el rumor incesante de aguas cristalinas del Toachi, que corre bajo el puente que Mariano cruza todos los días para ir y regresar del colegio de Tandapi, donde cursa primero de bachillerato. Cuando llegó, en abril pasado, la negra corriente del río avanzaba retumbando poderosa, con una energía igual a la que le domina cuando se sube al ring y le llevó al oro en los juegos intercantonales de 2010 en Imbabura. 

El recuerdo de los gritos de aclamación y la sensación de triunfo le iluminan los ojos y endurecen el semblante. Un momento heroico que compartió con el equipo de púgiles de Imantag, que cosechó medallas hasta lograr que Cotacachi quedara en segundo lugar del torneo, superando de forma inédita, para sorpresa de propios y extraños, a las prósperas Otavalo y Atuntaqui, separándose de las rurales Urcuquí y Pimampiro. Llegaron reconocimientos y promesas que alimentaron sueños de nuevas victorias.

Desde el gobierno municipal se habló de gimnasio, con cuadrilátero y todos los implementos. Por un instante el entusiasmo contagió a la parroquia, centenariamente excluida al pie de  Loma Negra, mostrando que, al menos con los puños de sus niños, contribuía al cantón y la provincia.

Pero poco a poco el tiempo pausado de Imantag, marcado por los cultivos de choclo, fréjol, arveja o tomate, retomó el orden, devolviendo la realidad de campesinos partideros a la familia Cabascango.

18-09-11-reportaje-box2Los hijos aportaron al hogar en su momento. Miguel, el mayor, desde los 8 años; y Mariano, a los 13, trabajaron en la molienda de caña, se curtieron reuniendo bagazo, junto a otros niños y adolescentes, en un ambiente hostil, exclusivo de varones, a veces durmiendo a la intemperie. Pero los más jóvenes presienten que, de jornaleros y partideros, nunca tendrán mejores días.

Dejando el oro colgado en el cuarto, Mariano se fue a lavar platos en un restaurante de Quito, camino que le llevaría a la finca cerca de Tandapi,  donde su hermano Miguel, de 19 años, trabaja cuidando más de 20 mil pollos a cambio del salario básico. En las tardes y fines de semana, el menor ayuda en la tarea y recibe el apoyo del mayor para continuar con los estudios, pues está decidido a terminar el bachillerato en contabilidad.

La universidad se le figura como un camino muy largo y costoso, casi imposible. Sin embargo, hace el esfuerzo delante de la computadora, al lado de la cocina, en un pequeño cuarto de madera adosado a otro, repleto con dos camas, televisión, Nintendo y armario.

La dificultad en inglés y literatura delata la ascendencia kichwa, que pasa desapercibida en la ropa casual. Entienden pero no hablan la lengua materna, reservada para entenderse con los abuelos. Tienen rapes modernos en sienes y nuca y Miguel lleva un pendiente en la oreja, “pintas” que los imanteños desde hace años ven que adoptan los “wampras” en las ciudades, junto al hip hop, el metal y otras modas. Aunque los sanjuanitos y cachullapis interpretados por runas también resuenan duro en los celulares.

Los padres están inconformes con el viaje de Mariano, pero su persistencia en el estudio los resigna. Más que al cambio cultural, irremediable en estos tiempos, temen a la violencia que germina fuera de la comunidad, en la emigración a los barrios marginales de las grandes ciudades y que se ha revertido hacia Imantag, provocando enfrentamientos entre  pandillas, involucrando a vecinos y familiares, los que más de una vez han llegado a asesinatos y violaciones.

Miguel no entiende por qué hay peleas, solo sabe que existen desde hace tiempo. “Por eso también tocó desaparecer un poco de por allá”. Han caminado junto a Los Solitarios, grupo enemigo de Cotolos y Cobras. “Por diversión no más. Se siente algo de adrenalina”, manifiesta Mariano, con picardía.

Se reúnen para bailar y beber licor en Imantag, pero también en Quito en las discotecas, que hay por todo lados. Pero el asunto no es una simple travesura. Cuando Miguel trabajaba como albañil en la capital, como le habían identificado como “solitario”, los rivales lo perseguían con cuchillo en mano. “No hay cómo andar solo y por eso es difícil salirse”, comenta. A Tandapi llegó de la mano de un primo que ya está hace años en la zona.

Sin romper el cordón umbilical que les une a la propia tierra, cada dos meses, en fin de semana, van y se reúnen con padres y amigos. Ayer llegó de la visita el boxeador.

Al bajar del bus, parado frente al “night club” que se levanta en plena vía antes de avanzar hacia el puente, con la fría neblina que volaba hacia la cordillera, sintió el lazo más fuerte.

“Claro que les extraño, por eso ya  quiero volver”. El plan es regresar en enero y seguir los estudios en Imantag. “Ahí quiero que me den el ring, los guantes. De todo quiero para salir adelante”, manifiesta.

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