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Bono beneficia a 23.000 cuidadores de personas con discapacidad severa

Patricio Domínguez (a la der.) cuida a su padrino Teófilo Díaz, de 83 años, quien no puede caminar por la artritis. Anita Flores atiende a Renato, de 8 años. El menor de edad sufrió hemorragia cerebral cuando tenía tres meses.
Patricio Domínguez (a la der.) cuida a su padrino Teófilo Díaz, de 83 años, quien no puede caminar por la artritis. Anita Flores atiende a Renato, de 8 años. El menor de edad sufrió hemorragia cerebral cuando tenía tres meses.
Fotos: cortesía de la Secom
19 de febrero de 2018 - 00:00 - Redacción El Telégrafo

Un camino empinado lleno de piedras, tierra y césped conducen a la casa de Anita Flores. Por ese sendero diariamente ella sube y baja con su hijo de 8 años, que presenta  65% de discapacidad.  

   “Si tal vez el Municipio construyera unas gradas no fuera tan difícil subir todos los días con Renato para llevarlo a las terapias”, cuenta esta mujer de 56 años, que junto a su madre, Luz, cuida al menor de edad.

Las lágrimas de tristeza se mezclan con las de satisfacción cuando mira a su hijo comer, estar de pie y jugar.

“Su desarrollo motriz no es como el de los niños de su edad, pero al menos puede caminar y eso me da felicidad porque muchos médicos dijeron que nunca podría hacerlo”, relata.

Al nacer Renato no presentó ningún problema, pero a los tres meses, cuando estaba en la guardería, después de llorar por largo tiempo,  perdió el conocimiento y los médicos le indicaron a su madre que había sufrido una hemorragia cerebral. Desde ese momento todo cambió.

“Lo más duro fue dejar de trabajar, pero no había otro camino; el padre del niño nos abandonó y tuve que iniciar con terapias, ir de un médico a otro, conocer lo que es la discapacidad porque es un mundo nuevo, de mucho sacrificio, pero todo tiene su recompensa”.

Anita es parte de las 22.753 familias que reciben el Bono Joaquín Gallegos Lara (BJGL), una transferencia monetaria condicionada de $ 240 que se entrega al familiar que es cuidador de la persona que presenta una discapacidad severa, enfermedad catastrófica o que es menor de 14 años y padece VIH – Sida.

En el país, desde el 2012 se instauró esta ayuda económica con la finalidad de mejorar la calidad de vida de los miembros del grupo vulnerable y ayudar a las personas cuidadoras para que  puedan atenderlos a tiempo completo, brindarles apoyo y capacitación continua para que desarrollen emprendimientos dentro de su hogar.

“Porque nosotros también somos importantes”, enfatiza Elvia Guanoluiza, madre de Camila, una pequeña de 8 años. “Es un trabajo grande, pero la mejor recompensa es la sonrisa de mi hija. Con un abrazo y un beso me paga todo”, comenta, mientras mira tras la ventana todo el camino que tiene que recorrer para ir a las terapias y salir de su domicilio en el barrio La Comuna, en las faldas del Guagua Pichincha.

“A veces en bus, otras en taxi, cuando la plata alcanza”.

Los trabajadores sociales acompañan a cada una de las familias y las visitan periódicamente en sus hogares, con el objetivo de verificar el cumplimiento de su corresponsabilidad.

‘Las Joaquinas’, como se denominó a este grupo de beneficiarias, reciben apoyo psicológico, capacitación y participan de talleres mensuales. “En estos espacios socializamos con otras personas, nos desahogamos y nos damos cuenta de que existen situaciones aún más difíciles que las nuestras; esto nos fortalece. También compartimos conocimientos y aprendemos a desarrollar nuestras habilidades, como hacer manualidades, con lo que nos apoyamos económicamente”, expresa Elvia.

Este grupo tiene retos diarios, como estar junto a sus familiares con discapacidad en una lucha constante contra la enfermedad que a veces no da tregua.

Esta labor “del buen samaritano”, como dice Patricio Domínguez, un comerciante con el 45% de discapacidad física, “es gratificante”.

Él cuida a su padrino Teófilo, de 83 años, que ya no puede caminar producto de la artritis. A ellos no les une ningún lazo familiar, sino solo el agradecimiento.

Cuando éramos niños y mi padre nos botaba de la casa, con mis hermanos corríamos y buscábamos refugio en la casa de mi padrino, quien nos alimentaba con lo poco que tenía, relata Patricio.

Ese acto solidario y generoso es el que recuerda todos los días, por ello como recompensa desde hace más de 15 años cuida a Teófilo.

“He dejado mucho por estar a su lado, pero eso me hace feliz”, dice mientras suelta una carcajada. “Es que la vida no es solo el dinero, la plata no le hace a uno”. (I)

 

 

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