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El Telégrafo
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La calle es el nuevo espacio para la lectura

Andrés Hidalgo adoptó, hace un mes, una ‘biblioteca de calle’ en Thani, su café de productos orgánicos.
Andrés Hidalgo adoptó, hace un mes, una ‘biblioteca de calle’ en Thani, su café de productos orgánicos.
Foto: Mario Egas / El Telégrafo
24 de marzo de 2016 - 00:00 - Redacción Cultura

Mientras el barrio El Batán Alto empieza a acoger el bullicio de un nuevo partido de la selección nacional en el estadio Olímpico Atahualpa, el Café Thani parece un oasis de silencio entre banderines tricolores y reventa de entradas.

En la calle José Correa y Arroyo del Río suelen parquearse los hinchas que forman una colorida procesión rumbo al encuentro de eliminatorias, y el café-teatro los recibe con un repositorio de libros al lado de su entrada, una andoteca que -desde su instalación hace un mes- ha puesto a circular unos 80 títulos.

Los libros también son parte de la oferta de Thani, le cuenta a este diario el administrador de la cafetería, Andrés Hidalgo, mientras suelta una confesión que le otorga un halo épico comparable al de un defensa del equipo ecuatoriano: “sabemos que los hinchas pueden vandalizar (la andoteca), pero si no damos este paso, ¿quién lo dará?”.

El paso al que se refiere Hidalgo es parte de una iniciativa libresca: una decena de andotecas están repartidas en la ciudad para que lectores de todas las edades tomen los textos y, como retribución, los devuelvan o donen otros.

“Nunca sabes lo que a la gente le gusta leer”, dice María Fernanda Riofrío, una de las coordinadoras del proyecto, mientras bebe un café y fuma en una de las aceras de la avenida 6 de Diciembre. El uso del espacio público y el fomento de la lectura fueron los móviles de estas ‘bibliotecas de calle’ que, como propuesta ciudadana, ganaron un Fondo Concursable del Ministerio de Cultura y Patrimonio (MCyP).

Cuando Riofrío y Pablo Ayala empezaron a darle forma a esta idea -las andotecas son construidas dentro de un fragmento de tubo PVC, que se empotra en lugares públicos con una portezuela de madera y vidrio-, les dijeron que cometían una locura. Hubo quien presagió el robo de los libros, a lo que Riofrío respondía, con ironía, que le gustaría vivir en un país en que ya no se roben solo celulares, sino también textos, “aunque eso se hubiera cumplido, esto valdría la pena”, sonríe.

Hidalgo comenta que una mañana llegó a la andoteca que “adoptó” en su cafetería un muchacho a quien le dio por llenar su mochila de los libros del repositorio, antes de que él le dijera que el propósito de ese artificio urbano era otro. Por increíble que parezca, muchos de quienes se acercan a estas bibliotecas urbanas no leen las instrucciones de las andotecas (“Abre la puerta; escoge un libro; llévatelo, léelo, gózalo; devuélvelo”) y terminan por preguntar a los encargados de qué se trata todo. “Con la pena que me puede dar comentarle esto a un periódico, hay que admitir que en el país no tenemos una cultura lectora”, dice María Fernanda.

Las causas tendrían que ver, según la gestora -quien hizo una investigación para justificar su propuesta-, con la falta de incentivos en centros educativos, la ausencia de una política pública que articule programas diversos sobre el tema y “el lujo que significa acceder al material de lectura: un sueldo básico no basta para comprarse un libro cada mes. Tenemos miedo de enfrentarnos a lo escrito”.

Integrar muchas páginas a la vida cotidiana es el objetivo de las andotecas, además del intercambio de libros, una costumbre que recién se está instaurando: “estamos en contra de aquel cliché que dice que ‘prestar algo es cosa de bobos, pero más bobo es devolverlo’”, dice Riofrío antes de comentar que en una de las bibliotecas de calle, instalada en el bar Pobre Diablo, de La Floresta (calles Isabel La Católica y Galavis) había niños que se llevaban libros como La Metamorfosis. “No sé si un escolar vaya a leer un libro de (Franz) Kafka pero si lo tomaron, circulará en algún hogar hasta que alguien lo lea”.

Hidalgo puso una cafetería cerca de una pista de patinaje, junto a uno de los estadios más antiguos del país, para que exista un lugar en que los lectores puedan sentirse a gusto. Apenas menciona que acogió una andoteca porque esta ofrece un servicio extraño, “material de lectura gratuito”, una mujer de la tercera edad se acerca atraída por la frase y le entrega un folletín evangelista.

“En Ecuador todavía se lee más en papel que en formato virtual”, dice Riofrío y un par de cifras publicadas por el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC) la avalan: el 26% de ecuatorianos que admiten a la lectura como un pasatiempo prefiere leer libros impresos frente al 6% que se inclina por las múltiples pantallas de internet.

Cuando las andotecas se instalaron, durante el último trimestre de 2015, unos 1.500 títulos estaban disponibles en estas. El punto de mayor circulación continúa siendo una esquina de Guápulo (calles Camilo de Orellana y Pasaje Iberia) y es administrado por Galo Pérez, pero también hay otras en pueblos como Nayón, Tanda y La Merced.

Mientras que el bullicio futbolero aumenta en El Batán hasta el paroxismo posible y esperadísimo  de un grito de gol, los libros de la andoteca del Café Thani siguen a la espera de caminantes que los lean. (I)

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