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En el campo, a veces un aula contiene una escuela completa

En el campo, a veces un aula contiene una escuela completa
22 de abril de 2012 - 00:00

El inicio de clases en Salitre y las parroquias aledañas podría ser considerado un cuento de invierno. En el cantón, llamado “la capital montubia del Ecuador”, hay niños que -a sus dos años de edad- ya pueden domar un cerdo que les dobla en tamaño, campos que al recibir el impacto de las tempestades dejan de ser suelos transitables, convirtiéndose en lagunas llenas de flores, y maestras que leen poemas de María Elena Walsh, ante dos grados  escolares, dándole clases a primero y segundo al mismo tiempo.

Allá, no todos llegan caminando, en tricimoto y menos en expreso, Joseph Haro todos los inviernos se traslada en canoa, sobre el río que la temporada improvisa junto a su casa. “Le juro que desde El Niño no veíamos una inundación parecida. El agua no ha subido tanto en años, espero que como siempre, en junio ya esté seco”, dice su tío Antonio, quien, armado con una estaca, se abre paso entre las flores blancas y las hierbas que cubren el camino de agua que lleva hasta “El Guabo”.

En seis escuelas de Salitre se registran situaciones que impiden o dificultan, según el caso, el inicio de las clases. Por ejemplo, la “Eugenio Espejo”, del recinto Rosa Elena, se mantiene cerrada. En el terreno contiguo al patio central de la institución vive Verónica Aguilera.

Su hijo menor, Mario Magallanes, se divierte domando un cerdito rosa; su hermana, Lisbeth Suárez, tiene cinco años y aún no empieza las clases. La escuela está pintada de verde y amarillo, nadie sabe por qué. “Nos dijeron que el lunes traigamos a los niños”, dice Verónica, quien se dedica a la cría de animales... Lisbeth juega con los cerditos, encerrados en un cerco de cemento, mientras la escuela permanece vacía. Sin ruidos.

Un preescolar sin bancas

Cada año, los niños que ingresan al preescolar de la escuela Francisco Iñiguez deben llevar, entre libros y cuadernos, una silla.

En total -incluidas las amontanadas como una instalación de arte contemporáneo, pero en pleno patio de una escuela- son  decenas las bancas dañadas. “Son casi cien pupitres que tenemos que arreglar, los recursos llegaron pero no tenemos colector y por eso no se ha podido dar trámite”, indica Esther Anangonó, directora del plantel.

Patricia Doylet es la profesora del preescolar. Está sentada en un taburete, la rodean dos madres de familia. Ahí no  podrán empezar las clases.

En el espacio contiguo, separado por un tablón, hay seis sillas que son insuficientes para el total de estudiantes. Hace dos años se repite la situación, confiesa Doylet.

“Tengo 12 años como profesora en esta escuela, no todos mis niños quieren terminar después el colegio, algunos no quieren estudiar. En otros casos  pesa más el factor económico”, dice la maestra. Cuenta que cada año, los padres traen una silla para sus hijos. La mayoría  decide retirarla cuando se terminan las clases.

Más lejos, en el patio de la unidad educativa “Los amarillos”, del recinto con el mismo nombre, no hay estudiantes, solo una decena de maestros de la construcción edificando tres aulas nuevas y arreglando los servicios higiénicos. La directora del plantel, María de Faz, asegura  que las clases empezarán el 30 de abril.

“La obra de mejoramiento de la escuela fue aprobada por la Subsecretaría de Educación, a fines de marzo”, detalla. “No nos han llegado las raciones del desayuno escolar, ni los uniformes, tampoco los libros, pero vamos a usar los del año pasado”, expresa.

La escuela está rodeada por una profunda e inclinada fosa, en la que el tiempo y la lluvia han formado una cama de color verde, por las hierbas que han crecido.

Diferente es la situación de la institución Juan Bautista Aguirre, ubicada en el recinto “Los Quemados” . Allí ya comenzaron las clases. Las viviendas del sector están rodeadas de terrenos trabajados por los campesinos y piladoras que expulsan la cáscara del arroz por un tubo. Grace Sánchez y Jessica Batán son las dos únicas maestras del plantel, compuesto por dos aulas.

“Hicimos el concurso para ingresar al magisterio, desde 2009 yo doy clases a primero, segundo, tercero y quinto”, cuenta Grace. “Trabajamos por temas, muchas veces, los más pequeños se entusiasman con los  de los grados superiores y los aprenden”, detalla la profesora. “Eso sí, aún no nos llega el arreglo del techo. Estamos en la lista de espera”, agrega.

“La vaca y la luna”

“Señorita mire, acá hay uno de séptimo”. “Mijito, siéntate con tu grado, por favor”, dice la profesora, y el niño corre a su pupitre, llevando un libro de cuentos bajo el brazo.

Están leyendo a la poeta argentina María Elena Walsh, en un libro que en la pasta dice “Ministerio de Educación y Cultura”. “Los he guardado hace años, me gustan porque tienen lecturas que les gustan a mis alumnos”, explica Alejandrina Peñafiel, directora y profesora de la institución hace 27 años.

Allí funcionan dos años por aula. Una parvularia se encarga del primer año básico y tres profesoras de los grados siguientes. “Damos clases simultáneas en temas generales y dedicadas a cada año específico; mientras un grupo recibe la clase, el otro realiza trabajo autónomo”.

“Por un lado es bueno por eso de que los niños menores suelen interesarse en los temas del próximo año, pero no terminamos todo el programa”, precisa la profesora. “Estamos esperando que lleguen los libros, porque solo han llegado los cuadernos de trabajo para cuarto, quinto y sexto”, añade.

Un poco más lejos, en el recinto Cocal,  el agricultor Julio Matamoros  espera, asomado en la ventana de su casa, que su hijo César salga de clases.

En la escuela María Holguín, todos los grados funcionan en un solo espacio. Dos profesoras imparten las clases. “Estoy en tercer año básico” -contesta César- “No, mijito, tú estás en cuarto”, le corrige Janeth Romero, una de las dos profesoras.

“Tenemos 34 niños, no podemos recibir más”, dice, mostrando el estrecho espacio, ocupado ya totalmente por las bancas.

Las maestras indican que el prefecto Jimmy Jairala, el año pasado, se comprometió a construir lo que falta en la escuela, que tiene una hectárea de terreno en medio del campo.

“Se comprometieron con seis escuelas, sé que han cumplido con cuatro, pero nosotros quedamos pendientes”, explica Romero, mientras su compañera mira el techo con agujeros, por donde, dicen, hasta bajan a educarse los alacranes.

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