El keniano, nacionalizado británico, Chris Froome, ganó ayer el Tour de Francia más agónico y duro de las últimas décadas.

Froome, que suma su segundo triunfo en la Grande Boucle (tras el de 2013), estuvo acompañado en el podio parisino por el colombiano Nairo Quintana y el español Alejandro Valverde (ambos del equipo Movistar), segundo y tercero respectivamente.

La lluvia quiso ser protagonista de la jornada y la carretera resbaladiza obligó a la dirección de la carrera a neutralizar la prueba tras el primer paso por la línea de meta (en las 10 vueltas que se dio al circuito de los Campos Elíseos).

Eso significaba que Froome solo tenía que cruzar por primera vez la meta con el pelotón y acabar los casi 70 km por las calles de París para proclamarse ganador necesitaba acabar la carrera para ganar el Tour.

Y el británico cumplió el trámite, entrando en la meta segundos después de que lo hiciese el pelotón, abrazado a sus compañeros del Sky.

Fue una batalla deportiva al más alto nivel, desde las planicies ventosas de Holanda hasta las altas montañas alpinas. Sin tregua. Como en los viejos tiempos.

Tras el espigado inglés se clasificó Nairo Quintana, el nuevo héroe colombiano, cuya facilidad para la escalada se quedó a poco más de un minuto de reventar una carrera memorable.

Quintana, apoyado por cientos de seguidores y por un gran equipo, exprimió las fuerzas de Froome al límite pero le faltó un día más para alcanzar las puertas del éxito y convertirse en el primer latinoamericano en ganar la prueba ciclística más importante del mundo. Algo que rozaron con las puntas de los dedos leyendas del pasado como Lucho Herrera y Fabio Parra.

Su demostración en Alpe D’Huez pasará a la historia como uno de los episodios más emocionantes del ciclismo contemporáneo.

En una etapa vertical tras 20 días de pelea, Quintana desarboló a Froome en las rampas del coloso alpino y demostró ser su más importante rival de cara a las próximas ediciones.

Con una resistencia superlativa, el colombiano escarbó en las debilidades del británico hasta encerrarle en una agonía sin fin.

Fue entonces cuando lanzó un ataque despiadado. Como los depredadores. Como los selectos campeones de una competición inhumana.

Porque el Tour de Francia es una carrera de exterminio, letalmente selectiva. Es la historia de un castigo que cada año se supera.

Más de 3.500 kilómetros de carrera entre unos sádicos que pedalean aguijoneados por su amor propio y otros sádicos que disfrutan del espectáculo al borde de los caminos mientras cifran el sufrimiento de los anteriores. Este es el espíritu del Tour. En realidad, siempre fue así.

Como a los organizadores les parecía que subir únicamente el Col del Tourmalet era poco, pues colocaron el Galibier y el Telegraph como un goteo de ensañamiento para que los deportistas lo disfrazaran de épica.

Nada se parece a esta carrera. Si la Vuelta a España desgasta y el Giro de Italia destroza, el Tour de Francia mata.

Que se lo pregunten sino al británico Tom Simpson, que en 1967 dejó su alma ante la mirada aterrada del mundo en las rampas más duras del Mont Ventoux, la montaña que exhala ráfagas de azufre en medio de la nada.

“No, yo no he necesitado oxígeno. He llegado muy mal, pero sin problemas para respirar” dijo hace 2 años Nairo Quintana al cruzar la meta tras Chris Froome y apuntar que no tardaría en retarle para ganar esta carrera. En esta edición ha confirmado que, salvo caída o enfermedad, será un campeón inolvidable.

Quintana, 1,66 metros, 60 kilos y 25 años, viene del altiplano colombiano, de crecer a 3.000 metros de altitud, mil más que el Ventoux, en Combita, Boyacá, para ser el ciclista más grande del mundo.

Porque es un líder seducido por los retos, como su primera victoria siendo un niño ante ‘Juan Pistolas’, el vecino invencible que le desafiaba cuando iba a la escuela en bicicleta, cuesta abajo a la ida y cuesta arriba a la vuelta.

Nairo le aplastó. “No me vio la rueda más que en la salida”, recuerda el segundo clasificado de este Tour de Francia imborrable.

Tampoco le preocupa tener amigos en el pelotón. Durante la salida de la tercera etapa de la última Vuelta al País Vasco, Quintana aguardaba escondido en una esquina, en silencio y solo.

Uno de sus rivales comentó que bajo aquella timidez se escondía un campesino colombiano que no buscaba el aprecio de nadie sino el respeto y, sobre todo, el temor de sus rivales. En eso Nairo es como el mítico Eddy Merckx y Bernard Hinault, 2 leyendas mundiales.

En el Giro de Italia de 2014, que ya figura en su palmarés, mostró ese carácter indómito. Enfermo, estuvo a punto de abandonar, pero aguantó. A falta de 3 etapas para su conclusión, disputaba el título a otro colombiano, Rigoberto Urán.

Ese día subieron el Stelvio, un puerto terrible e interminable, y cuando vio que sus rivales, temerosos, se paraban en la helada cima para forrarse de ropa y encarar el largo descenso, él se lanzó hacia abajo.

Los sepultó a todos y ganó la carrera. Como cuatro años antes en el Tour del Porvenir, la competición reservada a las grandes promesas.

Ayer se quedó a un suspiro de colocar por primera vez a Latinoamérica en el Olimpo ciclista que Colombia lleva rozando desde hace dos décadas.

“No es imposible. Pude lograrlo este año”, aseguró ayer Quintana al cruzar la meta de París, convencido de que el Tour está a su alcance.

Sabe que esta prueba acaba repartiendo justicia pese a su tortuosa dureza, si es que el propio Tour no es ya una tortura en sí mismo. (I)