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El Telégrafo

La Constitución no es un fetiche y menos una Biblia

17 de septiembre de 2012 - 00:00

Lo han dicho muchos: es un acuerdo colectivo y un pacto en común. La Constitución de Montecristi, a diferencia de todas las anteriores, (insistimos: de todas las anteriores) fue producto de un gran debate nacional y de una participación activa de millones de ecuatorianos.

Las pruebas y las cifras están ahí, que la prensa comercial y los opositores no quieren reconocerlo para afinar las uñas que quieren meter en lo esencial de esa Carta Política es otra cosa. Por eso mienten e injurian del tema.

Y como un acuerdo colectivo y un pacto social en un momento concreto de la historia tiene, debe tener sus peculiaridades históricas. Concebirla como una piedra sagrada es hacer de ella el fetiche más grande y el arma más perversa para una campaña electoral. No hay propietarios ni gerentes de nuestra Constitución.

Los que lucharon por el garantismo saben los riesgos que ello conlleva ya en la gestión concreta del Estado.

Los que le dieron poder a la participación tienen claro que no se hará realidad por una o dos leyes que la estimulen sino por el mismo movimiento social y por la propia ciudadanía. Aquellos que dicen que la justicia es intocable, casi virginal, son quienes defienden la Constitución de Montecristi, pero se olvidaron de que el sistema judicial estaba en crisis antes de ella y ha seguido así porque los actores de ese sector no han cambiado de mentalidad.

Resulta perverso y hasta un poco ridículo hacer campaña para la Presidencia y la Asamblea portando la Constitución como una Biblia, con todo el respeto que se merecen los dos cuerpos filosóficos, si se mira sin prejuicios.

La Constitución que dicen defender es la que garantiza la libertad de expresión que tienen para decirlo, para participar en estas elecciones y para forjar un sistema democrático ajeno al que construyó la partidocracia. No es una Biblia porque es un pacto entre seres humanos en un país concreto y para dar marco a la convivencia más democrática, pero no para imaginar el paraíso terrenal y mucho menos para que nadie, con el paso del tiempo y las condiciones históricas, no pueda pedir una reforma, en lo que ya no haga falta o en lo que falte por hacer o mejorar.

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