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El Telégrafo
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En la primera edición del evento, en 1987, un grupo de artistas guayaquileños clamaba que “arte no es pintura”

El futuro de la Bienal de Cuenca florece en sus márgenes

Don Servilio Sarango es un pintor lojano que llegó de casualidad a Cuenca, sin saber que ahí se desarrolla la Bienal. Por primera vez expone sus cuadros en una pared de la antibienal. Foto: Cortesía Santiago Carrión
Don Servilio Sarango es un pintor lojano que llegó de casualidad a Cuenca, sin saber que ahí se desarrolla la Bienal. Por primera vez expone sus cuadros en una pared de la antibienal. Foto: Cortesía Santiago Carrión
06 de abril de 2014 - 00:00 - Santiago Carrión

Don Servilio Sarango empezó a pintar siendo ya viejo. Durante décadas vendía cigarrillos y chicles en las calles de Loja, su ciudad natal. Tiene las manos fuertes, de agricultor y obrero, los ojos dulces de los abuelos y los bolsillos llenos de papeles en los que apunta teléfonos, nombres y recortes de periódicos.

Su vida es una historia singular: un día, el azar o el aburrimiento le llevó a pintar una ramita de bejuco como si fuera una culebra. La llevaba en la bandeja de mercancías, y un cliente le ofreció mil sucres por ella. “Con esa plata me surtí bien de tabaco, caramelos y bombones. El charol se llenó y me sobró platita. Ahí me gustó”, dice con inocencia.

Desde ese acontecimiento clave se le abrieron los ojos y siguió practicando con ramas, pedazos sueltos de madera y raíces. Vendía en cantidades pequeñas, pero vendía. Hace unos 6 años, después de lesionarse la espalda trabajando como constructor, empezó a pintar cuadros con figuras humanas. Como nunca le enseñaron, aprendió él mismo a dibujar sus muñecos, copiando las imágenes de los periódicos y las revistas. “Yo aprendí con la pura ciencia de mi cabeza, nadie me dijo haz así o asado... poquito a poco fui aprendiendo”, comenta sonriendo.

En sus cuadros, de colores vivos y brillantes, de trazos limpios sobre pedazos irregulares de madera, aparecen las típicas reinas de belleza, curas, imágenes religiosas y figuras indígenas que va seleccionando movido por sus gustos. Vendiendo cada pieza a $ 5 en varias ciudades del país, ha logrado dedicarse a su nuevo trabajo: don Servilio vive del arte.

El que las obras deban ‘significar’ para ser valiosas hace que triunfe una forma  de elitismo intelectual.Esta vez pasaba por Cuenca en su ruta habitual, mostrando su trabajo en las calles cerca del mercado, sin saber que en la ciudad se celebraba el evento artístico más prestigioso del país: la Bienal. Fue ahí, en la vereda, donde jóvenes artistas del colectivo Cuarto Aparte, organizadores de la contrabienal, lo vieron y lo invitaron a exponer en uno de sus espacios. Por primera vez, don Servilio vio sus cuadros colgados en una pared, pero él sigue pasando el día en la calle, sin considerarse un artista.

En la  Bienal 12 de Cuenca de este año, titulada ‘Ir para volver’, participaron 100 obras de 42 artistas de varios países, todos compitiendo por los generosos premios otorgados por un prestigioso jurado internacional. Para el evento, la ciudad se transformó y se puso a disposición de quienes la vienen a habitar: artistas jóvenes de todo el país, que buscan hacer sus propios eventos y admirar las obras expuestas, críticos de renombre, estudiantes universitarios, personajes extraños en abundancia y abanderados de la fiesta.

El día de la inauguración, el pasado 27 de marzo, flotaba en el ambiente una tensión eléctrica; por las gradas de las iglesias, en las calles y cafés, se oían retazos de conversación sobre los eternos debates del arte: apasionadas defensas de su independencia contra sólidas réplicas de su responsabilidad; argumentos a favor de una concepción tradicionalista del arte, en contra de la visión posmoderna que define a la Bienal. Parece que todos tienen algo que decir, y en esa inquietud, en ese movimiento intenso de los intelectos, está la verdadera importancia del evento.

Esa confrontación de ideas tiene tradición: desde la primera edición, la Bienal Internacional de Pintura de 1987 se organizó una contrabienal con eventos paralelos que daban espacio a ideas y propuestas disidentes de la institucionalidad central. En esos días, artistas guayaquileños, bajo el eslogan ‘Arte no es pintura’, llegaron a Cuenca dispuestos a visibilizar su rechazo a la pintura como única técnica válida para el arte. Para hacerlo, se apropiaron del espacio público y pintaron su lema por las paredes de la ciudad, argumentando a favor de diferentes formatos, más modernos, en los que trabajaban.

Curiosamente, en 2014 la situación es completamente inversa: la Bienal de Cuenca es un ejemplo de manual de arte conceptual posmoderno, en la que no se puede ver una pintura al óleo, pero abunda el videoarte, objetos reutilizados, investigaciones sobre la luz con materiales industriales o actos performáticos.

Sin embargo, vistos los resultados de la Bienal, la aceptación del público y la fuerte ola de artistas jóvenes, apasionados –herederos del grupo de ‘Arte no es pintura’– que emergen en la escena dispuestos a cambiarla, este modelo fuertemente institucional y rígido está bajo la presión del cambio.

Desde 2009, el colectivo Cuarto Aparte, formado a su vez por varios grupos y gente independiente de diversa procedencia, es el encargado de articular la tradición de la contrabienal. Blasco Moscoso, artista gráfico y organizador, dice que su labor es “ser ese paréntesis enorme que existe bajo el paraguas de la actividad cultural o artística, que debe ser visible en sus distintos aspectos y que la Bienal no considera”.

La actividad cultural de la que habla Moscoso tiene áreas diversas: debates sobre arte y tecnología, bibliotecas de código abierto, sonoridades, muestras de arte visual de varias procedencias, estilos, autores y técnicas, ejercicios performáticos, música y, en general, un sentimiento de fiesta colectiva. En definitiva, Cuarto Aparte es un espacio abierto, que sirve para articular distintas propuestas, más que para guiar a artistas a través de una criba curatorial. “Sobre todo, que no comience y termine en nosotros, eso es lo más importante”, indica Bolívar Ávila, músico del colectivo.

En sus inicios, los integrantes del colectivo se reivindicaban parásitos orgullosos del evento principal, del que aprovechaban la tirada mediática, el público y el ambiente de la ciudad para visibilizar sus propuestas. Ahora, con la solidez que han construido, su programación empieza un mes antes de la Bienal. Son independientes, no paralelos; lo suficientemente establecidos para ser contestatarios y disidentes con fundamento; lo suficientemente organizados como para ser tomados en serio.

El hecho de que Cuarto Aparte sea relevante y que atraiga al público es un reflejo del estado institucional de la Bienal. Según Fabiano Kueva, promotor del evento y artista plástico, “en términos de institución es un evento viejo, una institución lenta, su aparataje se va quedando y las practicas la van desbordando. En ese desborde es donde aparecen iniciativas como la nuestra”.

Según Kueva y sus compañeros, las dinámicas de producción de la Bienal ya no son interesantes para la mayoría de artistas, que no piensan en un concurso, un premio, una alfombra roja o una fiesta cara. “Estos eventos siempre son un lugar de legitimidad, de un tipo de oficialidad estable,” opina Kueva, por esa razón son incapaces de actualizarse de forma apropiada: su rigidez jerárquica, institucional, ligada muy fuertemente al poder y a los fondos públicos, entre otras cosas, le impide la flexibilidad necesaria a la hora de integrar nuevas tendencias y proyectos.

Después de vender la mayor parte de su obra expuesta, don Servilio, el humilde pintor lojano –cuyo cuadro más caro costaba $ 6–, visitó  la sede más cercana de la Bienal: Casa de los Arcos. Como no sabía que había ese evento en esos días –ni qué mismo era una bienal o muestra de arte–, hubo que explicarle conceptos muy básicos sobre lo que iba a ver.

En la improvisada galería solo hay una obra pictórica que puede servir de inspiración para su trabajo: unas manchas negras sobre fondo gris creadas con efectos de luz y sofisticados aparatos tecnológicos. Tras mirarlas un rato, preguntó: “¿Y qué significa esto?”.

Esa difícil pregunta, tan reveladora, sobre el significado de una obra, lleva directamente a otro de los problemas intrínsecos de la Bienal: la excesiva complejidad conceptual, basada en relaciones intertextuales de obras y campos del conocimiento, que tiene alienada a una base de su propio público. Don Servilio no era la única persona con cara de incomprensión y rechazo en las galerías.

El hecho de que las obras deban  ‘significar’ para ser valiosas, más allá de su expresión inmediata, hace que triunfe una forma particular de elitismo intelectual: el que no entiende las referencias no entiende la obra, ya que  carece de sentido inmediato y necesita un texto explicativo. Tras más de medio siglo de arte conceptual, estas explicaciones son tan retorcidas y complejas en su ideología y lenguaje que carecen de sentido, y la obra final, de estímulo.

En esta discusión sin fin –muy grande para estas líneas– se puede debatir sobre la verdadera función del arte, sobre el origen burgués de su forma moderna o si lo que busca es comprensión y disfrute, es decir, justo lo que sucede entre los diversos grupos de entusiastas que conversan sin parar en Cuenca.

Sin embargo, lo que sí es cierto es que la Bienal, con su rígido sistema curatorial, funciona con un modelo cerrado que replica una sola tendencia –el arte conceptual y posmoderno– que aparta al público y que no tiene la capacidad de abrirse a nuevos movimientos, en su mayoría de jóvenes ecuatorianos, que suceden justo afuera de sus propias puertas. Son justo ellos, como sucedió en el pasado, los que amenazan con hacerle competencia, si bien no en dinero y reconocimiento, sí en las propuestas que generan para un público más amplio y apasionado.

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