Ecuador, 26 de Abril de 2024
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El Telégrafo
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¿Nos podemos tomar una fotito? No, con esa cámara no...

El agua brota a borbotones y su rocío refresca el caluroso ambiente del domingo en la tarde. Es la fuente en Puerto Santa Ana, a cuyo costado la Casa Pilsener impone la belleza de la madera labrada. A pocos pasos, los vasos desechables, las servilletas arrugadas, las colillas de cigarrillo y las envolturas de caramelos vuelan como hojas en otoño. Los postes chorreados y sus bases evidencian que, además de alumbrar, sirven para otros propósitos. Los guardias de seguridad están por todas partes.

Ahora retiran a un joven que pretende tocar guitarra en la acera norte. La mitad de la angosta calle Numa Pompilio Llona, en el barrio Las Peñas, está ocupada con vehículos, de modo que no hay espacio para el artista de la calle, lo que contradice las propuestas de arte y cultura del Cabildo local. Cerca de ahí, un taller vende pinturas a precios de arte de colección. $ 2.000 por copias artesanales.

El ambiente cobra vida unos pasos más hacia el oeste. Empiezan ahí los 444 escalones del cerro Santa Ana. Turistas argentinos, españoles, mexicanos, estadounidenses y peruanos se confunden entre los lugareños que celebran el Día del Niño en uno de los callejones laterales. Más arriba, una familia impone la identidad guayaca: festeja un cumpleaños y las parejas bailan alegres la tecnocumbia que resuena.

Los turistas avanzan por debajo de los brazos de los bailarines y los flashes de las cámaras brillan. El ascenso sigue con tejados caídos, viseras de plástico y caña mal tratada; hay también maduro lampreado y perros calientes. Los guardias están por todas partes; un par de policías -ambos de baja estatura y subidos de peso- recorren también las escalinatas.

El tope del cerro ofrece la mejor vista de Guayaquil. Todos quieren una selfie, todos buscan el mejor ángulo. Todos los guardias de seguridad se agitan: aquí no, acá tampoco. Esa cámara no, esa es muy grande.

Todos los absurdos posibles se descubren en el tope del cerro. Empieza otro diálogo: déjeme tomar una fotito. No. Con dron no. No sea malito, rapidito, consulta Javier. La respuesta es: con dron no.

El dron empieza a volar y la agitación es mayor. Dónde está, dónde está, el operador no se ve y la seriedad de Jerson, amigo de Javier, se descompone con una sonrisa. Los policías con sobrepeso se unen a la búsqueda del operador del dron, al que nunca hallan. Cumplida su misión, el operador sale de una de las casas que fingen bienestar con los colores brillantes que les impuso el Municipio. (I)

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