Cuando tienes pinta de ingenuo se te nota y los detectores más fiables, sin duda, son aquellos que han hecho de la mendicidad su modus vivendi.

En la terminal terrestre de Guayaquil, afuera o adentro, son contados los casos: mujeres con niños de meses en brazos, jóvenes, adolescentes y adultos mayores, que con el mismo ‘discurso’, todos los días, piden a los usuarios de este establecimiento unos centavos para “completar para el pasaje”.

El primer día ‘caes’, pero si después de 24 horas vuelves a ver al mismo personaje y con el mismo repertorio, la duda cala profundo. Pedir dinero sin duda es un trabajo que conlleva incluso tener un performance bien estructurado: cara de tragedia, lágrimas a punto de brotar, utilización de menores (es un delito), y, a veces, hasta toqueteo de un brazo para llamar la atención.

Cuando miras de lejos los toros porque ya lo viviste y observas que a otros incautos les tocaron el corazón, piensas: ¿qué harán mañana cuando los vuelvan a ver?

Viveza criolla o necesidad pura, ahí se mezclan estas dos realidades.

Y ni qué hablar de otro personaje que se sube a los buses de transporte urbano con esta historia: “amigos, necesito de su ayuda; vine de Manabí (o de El Oro, o de Los Ríos...) con mi esposa y mis dos hijos porque me ofrecieron un trabajo donde iba a ganar un buen sueldo. Ahora que ya estoy en Guayaquil, esa persona no aparece y tengo que reunir dinero para regresarme a mi ciudad; mis hijos tienen hambre y mi esposa está muy débil”.

Puedo asegurar que solo quien carece de dinero en ese momento no se mete la mano al bolsillo para ayudar a ese “pobre hombre”. El testimonio te deja tan impactado que la cabeza te queda dando vueltas por horas. Pasan las semanas y, oh sorpresa, ves al mismo personaje, en la misma línea de bus y con el mismo discurso. Entonces piensas: ¿todavía no reúne el dinero que necesita? Luego observas cómo aquellos que no lo conocen se meten la mano al bolsillo... (I)