Que un niño prefiera ensalada de rábanos en lugar de cachitos o papas fritas. O que en la escuela, a la hora del recreo, los más pequeños corran al huerto en busca de tomates maduros en vez de ir al bar son cambios abismales. Claudia Salem se muestra orgullosa de haber conseguido eso con muchos escolares.

Cuenta emocionada cómo directoras de planteles educativos, maestras o madres familia, como ella, la llaman sorprendidas por los logros académicos, de convivencia, e incluso emocionales conseguidos en los niños, gracias a los huertos familiares.

Claudia, con el apoyo de un grupo de socios quiteños, desarrolló un kit de herramientas, semillas y maceteros para que otros niños, al igual que los suyos, se pongan en contacto con la tierra. Su intención no fue ganarse un dólar sino ver que otras familias sean felices como ella.

En diciembre del año pasado, durante su cumpleaños, asistió a un mercadillo de productos orgánicos en Guayaquil, con 22 kits. Sonríe y confiesa que nadie creyó en el emprendimiento. “La persona que estaba en el puesto contiguo me dijo: Clau, no vas a vender un kit”, relata con una sonrisa, y sonríe porque en realidad en esa ocasión, la primera, vendió 42 unidades, el doble de lo que había producido.

Es por ello que agradece a su esposo (Otto Sonnenholzner), quien en contra de todo pronóstico creyó en ella. “Cargaba las cajas y me apoyó en todos los pasos del proyecto”. Luego recibió la llamada de la directora de una escuela que le pidió decenas de ejemplares. Ahora también llega con el kit hasta escuelas de las zonas más desposeídas de Guayaquil, porque todos los niños tienen los mismos derechos.

En este proceso, los más pequeños aprenden a amar los productos que siembran y los disfrutan cuando están en la mesa, se desprenden de la comida chatarra y mejoran la calidad de su alimentación. (I)