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La vida del chagra sostiene una larga historia (VIDEO)

La vida del chagra sostiene una larga historia (VIDEO)
09 de febrero de 2014 - 00:00

Entre las montañas quebradas de la cordillera oriental, al borde de la impenetrable caída final a la Amazonía, se levanta la vieja casa de piedra de El Tambo. En su emplazamiento está desde siempre bajo la protección de los apus ancestrales, en las faldas de la Mama Quilindaña -último santuario del cóndor ecuatoriano- y los páramos nacidos de las erupciones olvidadas del Taita Cotopaxi.

Entre estas montañas sagradas, miles de cabezas de ganado bravo campan a sus anchas. Cada año, desde los páramos vecinos llegan chagras a caballo, llamados por el vicio del rodeo, dispuestos a bajarlas a los corrales.

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Esta tierra antigua tiene una cualidad de sueño que rara vez se vive, como un viaje a un pasado remoto. La modernidad llega aquí como un murmullo lejano: los techos son de paja y los suelos de piedra; objetos antiguos de la vida ganadera cuelgan de las paredes; la luz eléctrica son un par de focos que funcionan con una bomba de gasolina, dos horas al día; el fuego, débil a 3.800 metros de altura, se enciende por necesidad y no se apaga hasta que la casa se vacía; no existen los relojes.

En El Tambo la vida se simplifica, vuelve su cara a lo básico y auténtico. El tiempo se naturaliza y la aceleración voraz de lo moderno se disipa. Los ojos se entrenan para mirar a la distancia bajo el sol poderoso de la altura, olvidando la profundidad engañosa de las pantallas y su luz artificial.

Con el primer amanecer los cuerpos ya están sintonizados con los ritmos de la tierra. La mente se despeja y está lista para la aventura.

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Estos páramos fueron camino habitual de los pueblos ancestrales de Ecuador. Las paredes de la casa, reconstruida varias veces durante su larga historia, descansan sobre las piedras de un tambo incásico, estructura que usaban los mensajeros ‘chasquis’ como posta de descanso en sus andares por el Tahuantinsuyo, las cuatro partes del mundo.

De este período oscuro nos han llegado solo las piedras.

Todo cambió para siempre en el siglo XVII, cuando la corona española regaló amplias tierras a la orden religiosa de los jesuitas. En la colonización de los páramos inhóspitos, hicieron una de esas locuras propias de la megalomanía del pasado y el mito: en enormes barcos trajeron ganado bravo, toros de raza española, y los llevaron hasta los confines del mundo conocido.

De ese gesto audaz y radical nació una nueva forma de vida en el campo, acompañada naturalmente por su cultura y ritos. Para cuidar el ganado en estas alturas se crió el caballo de páramo -sereno ante los muchos peligros, de buen piso entre quebradas y pantanos- y nació la figura que lo domaría, el dueño de estas tierras, que hasta hoy hace el trabajo que los extranjeros no podían: los chagras, la gente del ganado y de la tierra (la ‘chakra’, origen de la palabra) mitad hombre mitad caballo.

Con ese mismo gesto quedó instaurado, hasta nuestros días y por necesidad, el rodeo del alto páramo andino.

Hoy la hacienda pertenece a la familia Pérez-Gangotena y después de décadas de abandono los gritos que llaman al rodeo vuelven a escucharse entre las montañas cada año. Hoy en día, siglos después, desde tierras lejanas en Cayambe y Latacunga, todavía llegan por los páramos los montados, listos para la faena.

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En la primera mañana me levanté con el sol que entraba por las ventanas. 06:00. Gritos desde afuera me llamaban.

Comprendí enseguida: En frente de la casa, entre las suaves lomas color aceituna del otro lado del valle, se alzaba majestuoso el Cotopaxi. Entero, blanco hasta la raíz y sin una sola nube. El Antisana también levantaba su cabeza sobre la sierra del norte y detrás de la casa, imponente como ningún otro, el Quilindaña mostraba su cara arrugada de piedra.

En pocos minutos las montañas cumplieron su labor y crearon las nubes. Se tapó el sol. En todo el tiempo que llevo aquí, nunca más se dejaron ver.

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El día previo al comienzo del rodeo, al atardecer, desde el sur se veía un grupo de jinetes en el horizonte. Entre risas, jugando con sus sombreros, intentando tirarse mutuamente de las monturas, cabalgando limpio y tomando tragos entrecortados de puntas, llegaron los chagras de Latacunga. Cada uno llegaba con cuatro caballos, listos para el durísimo trabajo de la semana.

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Pasada la primera mañana comprendí: nadie te puede preparar para las emociones que se viven en un rodeo. Antes de llegar, te cuentan una y otra vez lo que es bajar galopando casi sin control por los páramos, asustando al ganado hacia los corrales gritando; te cuentan cómo se siente estar sentado sobre la montura en una neblina espesa, en la punta de un cerro, compartiendo un trago caliente, hasta que se escuchan esos gritos únicos desde la nada que llaman a moverse para cerrar el círculo.

Pero por mucho que se sepa, las emociones siempre sobrecogen.

No se puede estar preparado para ver la valentía de los chagras y su destreza sobre el caballo, cuando se tiran delante del paso de un toro para evitar que se escape, o cuando cientos de caballos entran galopando libres hacia el corral. Eso hay que vivirlo, entonces se entiende. Como todos los rituales, la única forma de comprenderlos es superar la prueba.

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El chagra es el personaje romántico a través del cual Ecuador se conecta con la historia de los vaqueros del continente: el gaucho argentino, el charro mexicano, el llanero venezolano o el “cowboy” estadounidense.

Según Fabián Corral, intelectual por excelencia del mundo, “el chagra es un mestizo esencial que logró hacer suyas y traducir a su propia versión vital las tradiciones, pasiones y destrezas que hace quinientos años trajeron los conquistadores españoles. Como ellos, el chagra es, ante todo, un hombre a caballo”.

Un grupo de chagras trabaja con el ganado, vacunando, marcando y liberando nuevamente.

Tras vivirlos en persona, las grandilocuentes palabras que se han escrito sobre ellos se superan y a la vez se quedan cortas. Si algo se puede resaltar del chagra es su profunda humanidad, la sensación de que viven y respiran para estar donde están, sin preocupaciones ni angustias, bien para trabajar duro de sol a sol, bien para tomar una copita.

Su lenguaje simple y lúcido, que comparte la pureza de los ríos y los pajonales, está creado para la conversación amistosa, las burlas y los apodos. También para las canciones tristes, de amores perdidos, cabalgatas solitarias y tragos fuertes. Ante la conversación seria, el chagra guarda una opinión solemne mejor expresada con el silencio, a menos que trate de caballos o ganadería.

 

El poco tiempo que estuve con ellos comprendí: los chagras son la encarnación de la montaña, fueron estas las que los forjaron, representan a la vez su fuerza bruta, su soledad mística y la tranquilidad que da el día soleado con un viento sereno.

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Gerardo Cando, ‘Geracho’, natural de Latacunga, ha trabajado con la familia Pérez durante cerca de 15 años. Antes trabajó en Yanahurco, la hacienda que comparte el valle: estos páramos son su hogar.

Este año es el mayordomo, el principal encargado del rodeo, la mano derecha de los jefes y posiblemente la figura clave del ritual.

Es el líder natural de los chagras, por habilidad con la veta y el caballo, por su experiencia en el lugar y su templanza de carácter. Desde la ‘bomba’ -la reunión diaria de los montados, en las que se reparten las tareas y se toma un brindis- el ‘Geracho’ da órdenes como voz experta. Los demás, incluidos los patrones, escuchan y acatan. El respeto de todos viene de su calidad humana, que demuestra rasgueando la guitarra en las horas de la fiesta.

Hasta el año pasado, el mayordomo durante décadas había sido un chagra viejo y aclamado, uno de esos de leyenda, de los que “ya no quedan”: Don Manuel Changoluisa, hijo de una familia devota de la chagrería. El año pasado se vio obligado a jubilarse de faenas tan peligrosas y contra su voluntad tuvo que bajar a vivir en Machachi.

Este año, al ‘Geracho’ le toca llenar unas botas muy grandes, pero él, como buen chagra, se lo toma con serenidad. Está preparado. “Hace mucho tiempo me decían que esa era mi aspiración. Primero tiene que saber trabajar para ser mayordomo, tiene que saber el arte del ganado y de todo lo que es el páramo”, dice tranquilo.

En una de las pocas oportunidades que tengo de hablar a solas, le pregunto por el rodeo. Con el semblante tranquilo, me contesta.
“Es una pasión que me nace a mí. Desde niño me crié con mi papá, el ganado y los caballos. Desde ahí me ha gustado. Es la vida que llevo desde siempre. Aquí me siento tranquilo, en mí mismo, haciendo lo que me gusta. No es como el trabajo, te topas con los amigos nuevamente, se toma una copa, se ríe. También es una fiesta”.

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El Tambo es un lugar de oralidad. Las historias abundan, desde las leyendas antiguas a las nuevas. Algunas de estas todavía resuenan en las ensenadas y en los ríos.

Como antaño, los mitos todavía dan forma a la realidad.

Este es uno de los favoritos: En el fondo del valle, en la montaña más imponente del horizonte próximo, se extiende hacia el vacío una plancha enorme de roca. Al atardecer, es el último lugar donde pega la luz del oeste. Cuenta la leyenda que durante los años de los jesuitas un padre perdió el juicio en su soledad. Sus únicos compañeros eran las criaturas del valle y una Biblia. En la cumbre de su locura, caminaba con esta bajo el brazo, recitando, y subía por las lomas hasta la saliente. Desde las alturas predicaba el Evangelio al valle, a todos sus seres vivos, a los vientos y los dioses de la tierra, con el fin de darles la buena nueva. Desde entonces, la montaña es conocida como El Predicador.
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Paúl Chicaiza es el menor de los rodeantes. Está siempre atento a lo que pasa, subido en caballo con su poncho rojo intenso. Es pequeño y flaco, pero ya tiene las manos fuertes y callosas del chagra. En sus ojos está el campo; su sonrisa amplia y honesta prefigura la alegría y candidez que mantienen los gestos de sus mayores.

Paúl no estudia ni tampoco le interesa, su vida está con los caballos en los páramos altos. Vino a su primer rodeo solo, a lomos de ‘Cantar’, para ponerse bajo el cuidado de Rubén Cando, hermano del ‘Geracho’. Su padre es chagra y sus tres hermanos mayores también, por tradición familiar ya le toca.

Tiene apenas 14 años y como novato le toca ser “chaqui”, el primer trabajo por el que pasaron todos los demás: abrir y cerrar las puertas de los corrales. Tímidamente confiesa que aunque sabe enlazar con la veta, nunca lo ha hecho con un toro.

En el rodeo de Yanachiza, la vuelta más grande y pantanosa de la semana, hubo una caída. Un caballo de paso peruano, muy poco acostumbrado al terreno inestable, se enterró hasta el cuello en un pantano y huyó asustado, rodeado de ganado salvaje. Su dueño tuvo que volver asustado entre los pajonales. Después de unas horas, el caballo apareció en el horizonte. Ordenados por el ‘Geracho’, Paúl y otro chagra salieron a buscarlo. Cuando volvieron, venía acompañado de un toro veteado por la cornamenta. Paúl, con una sonrisa de pura dicha, se llevó los elogios cariñosos de sus amigos y compañeros. El rodeo tiene futuro.

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No todo es faena. El martes en la noche, tras dos días de trabajo en el que cientos de cabezas de ganado fueron bajadas de los montes al corral, vacunadas, marcadas y liberadas, era hora de la fiesta y la celebración.

Reunidos alrededor de una brasa, en la que humeaban chinchulines y costillas, los rodeantes tomaban cansados unas copas. El Trópico, trago chagra por excelencia, fluye tranquilo y en silencio, en conversaciones apagadas.

Mientras tanto, el ‘Geracho’, acompañado por la segunda guitarra de su hermano Daniel, canta con voz profunda mientras rasguea las cuerdas con un peine.

Él, maestro de ceremonias del ritual, guía a los rodeantes en las pampas y en el canto. Ante las insistencias de sus colegas, se lanza a cantar el himno del Tambo, que él mismo compuso hace años.

“Achachay que Tambo grande, si no llueve está nevando / Achachay que Tambo grande, si no llueve está nevando /Por las pampas del Ami, salió un toro bien mañoso / Por las pampas del Ami, salió un toro bien mañoso/ Y los chagras que carajo, echan lazo cuesta abajo/ Y los chagras que carajo, echan lazo cuesta abajo”.

“¡Que viva el rodeo!” gritó entre estrofas, con fuerza, “¡Que viva!”, le respondieron los chagras. “¡Que vivan los rodeantes! ¡Vivan! ¡Que vivan los patrones! ¡Que vivan!”.

La noche discurría entre canciones; con el tiempo las conversaciones eran más animadas.

“¿Sí les están dando de tomar a los músicos?”, pregunta alguien al fondo. “No pues, de ahí se han de chumar y ¿quién va a tocar?”, contesta burlón Germán -el ‘Alemán’-, chagra viejo. Todos ríen y así hasta el alba.

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El rodeo del Tambo no es como los demás de la zona. Chagras, patrones e invitados coinciden: aquí el ritual es auténtico y por eso todos vienen. Es el último de su especie, el último al que la gente no viene por trabajo, viene por el “vicio”.

Quizá el responsable principal de esta situación es Juan Pérez, ‘Juanito’, el patrón viejo y líder espiritual del rodeo. Él y los suyos llevan alrededor de 25 años luchando para sacar adelante el lugar, para lograr las condiciones necesarias para que el evento se dé. No ha sido una tarea fácil. Por eso, en su hablar vuelve inevitablemente a un pasado del que está profundamente orgulloso.

“A las primeras venidas yo les llamo los años heroicos. Te venías acá con carpas y todo lo necesario para sobrevivir”, recuerda.

‘Juanito’ es un hombre enamorado de la sabiduría y, como tal, ama la conversación. Después de varias charlas, en las que se hablaba de anécdotas viejas, esencias y formas, empecé a comprender la fuerza motriz detrás del rodeo.

Gracias a su profundo conocimiento de la cultura ecuatoriana admira la mentalidad popular andina. Aquí está la clave.

“La filosofía andina”, dice “tiene unos principios fundamentales. El uno es la relacionalidad: el agua se relaciona con el sol, ambos con la tierra, esta con el hombre, los animales entre sí, el hombre con los cerros, los volcanes... Es un mundo total”.

Quizá esta es la idea que mejor se percibe en el rodeo: que a pesar de las estructuras sociales y jerárquicas no puede funcionar sin cada una de sus partes, desde las cocineras hasta los caballos, de los chagras a los patrones. Las partes nunca pueden exceder al todo.

Por eso, a pesar de su edad, se empeña en montar lo más posible con los chagras que emplea, a escucharlos, porque, como él mismo dice “aquí ustedes son los maestros, yo soy un aprendiz”.

También busca cuidarlos, les da posada y comida, porque “el rodeo no es solo bajar ganado y venderlo. Es una forma cultural de comportamiento, una forma de vida que fue muy importante en algún momento de nuestra historia”.

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El Tambo no es negocio rentable. Estos páramos, al ser tan remotos e inhóspitos, son baratos y difíciles de llevar. Nada crece en este clima.

En los últimos años la familia ha puesto dinero de su bolsillo para mantener el rodeo. Sigue funcionando porque no tiene un enfoque monetario. Lo que importa es el rodeo, que la tradición se mantenga, que el espíritu y la fiesta sigan vivos y actuales, que tanto los dueños como los chagras se comprometan para el futuro con esta forma de vida, tradición ya vieja en Ecuador.

Por suerte pueden tener esperanzas. A pesar de que los tiempos cambian y su existencia se complica, en figuras como Paúl y otros chagras jóvenes, en la clarividencia del ‘Juanito’, vive el futuro del rodeo.

Cuenta Juan Pérez que hace unos años llegaron 40 ó 50 chagras. Él, sobrecogido, les dijo que no podía pagar a todos, solo darles alojamiento y comida, asegurando que todos montarían. “No importa Juanito”, le dijeron, “con que nos dé de comer es suficiente”.

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