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Carmen lo perdió todo dos veces en una semana

Carmen Ponce está pendiente de sus hijos en todo momento. Ellos le piden volver a su casa.
Carmen Ponce está pendiente de sus hijos en todo momento. Ellos le piden volver a su casa.
Foto: Rodolfo Párraga / El Telégrafo
17 de mayo de 2016 - 00:00 - Mario Rodríguez Medina

Carmen Ponce ultimaba detalles para la merienda del 16 abril. El reloj estaba a pocos minutos de marcar las 7 de la noche y su hija menor, Jénnifer, no se separaba de ella.  

Era una comida especial la que había preparado para su padre, Manuel. Se trataba de fritada. Sin ser el cumpleaños de alguien, había un ambiente de celebración en la familia. Después de varios días de zozobra, sentían algo de tranquilidad.

Desde la madrugada del lunes 11 de abril, Carmen, junto a sus tres hijos (Stiven -11 años-, Gema -8- y Jennifer -7-) pasaron momentos de pavor. Eran las 03:00 de aquel día y parecía que se caía el cielo, cuenta esta madre de familia. “Llovía y llovía. Ya no podíamos dormir. Escuchábamos cómo el agua pasaba con fuerza afuera de la casa (se juntaron los río Chico y Portoviejo). Después el líquido empezó a entrar a la vivienda y nos inundamos hasta la cintura”.    

Tras más de doce horas de lluvias, tanto Carmen como varias familias del sector de Los Pocitos, zona rural de Rocafuerte, lo perdieron todo.

Los días posteriores trató de rescatar lo que pudo tras el anegamiento, que tardó casi una semana en bajar. Su padre la acogió con sus tres hijos.

“Vivimos cerca, pero la casa de mi papá es más alta y no entró mucho el agua”.

Así, el sábado 16 la familia se había reunido y Carmen estaba sirviendo la fritada. De pronto el fuerte movimiento telúrico descuadró nuevamente su vida, la que había empezado a darle forma tras la inundación.

Pasados más de 20 segundos desde el inicio del terremoto, esta madre de familia seguía en la cocina. “Me cayeron gotas de aceite hirviendo. Tenía a mi hija todavía junto a mí y desde afuera una vecina me gritaba que saliera, que la casa se iba a caer”.

El remezón, que ha dejado 661 fallecidos a nivel nacional (8 en Rocafuerte) duró casi un minuto, tiempo en el que Carmen sentía que había llegado el fin.

Cuando la tierra dejó de temblar, por fin pudo estabilizarse y salir de la morada. Todo era llanto en Los Pocitos. “La casita de mi papá se puso chueca, todo se cayó adentro, se nos dañaron las pocas cosas que habíamos rescatado de la inundación. Ya no podíamos dormir ahí porque la vivienda se caía en cualquier momento”.

Como miles de manabitas, Carmen no pudo dormir la madrugada del domingo 17. La oscuridad se había tomado la provincia, y Los Pocitos, lugar al que se llega entrando por la vía Portoviejo-Crucita, no fue la excepción.

Esta madre de familia, de 29 años, no comprendía cómo se había quedado sin casa dos veces en la misma semana. “Fue un golpe tremendo”.

Nuevamente estaba sin un lugar en el cual descansar. La primera noche fue pésima, asegura. “Tratamos de acomodarnos en la casa de un familiar, pero no pudimos. Teníamos miedo, porque decían que Poza Honda (represa) había aflojado agua. Si eso pasaba, de seguro muchos moriríamos”.

La noche del domingo llegaron a la escuela de Sosote. Allí, junto a decenas de damnificados, estuvieron una semana, hasta que debieron desocupar el lugar para que se realicen las adecuaciones con motivo del inicio de clases.

Esa semana fue muy complicada para Carmen, pues su hermana tuvo un aborto debido al susto por el terremoto. “Ella tenía 5 meses de embarazo. Yo tuve que estar entre el albergue para cuidar a mis hijos y el hospital con mi familiar”.

Sentada, mientras ve cómo sus hijos juegan en el albergue ubicado en la cancha del estadio de Rocafuerte, Carmen analiza su vida en el lugar. “Aquí estamos bien”, es lo primero que dice. Se la ve tranquila, relajada, a pesar de no tener casi nada. “Nos han regalado varias cositas, tenemos cuatro colchones y nos acomodamos bien con mi papá (que también está en la carpa que le otorgaron en el albergue)”.

Su concentración se desvía por un momento hacia un arco de fútbol que hay a pocos metros. Su hijo Stiven se trepa por la malla, simulando a ‘Spiderman’. “Bájate de ahí, que te vas a caer”, fue su reacción. Él es el más inquieto de los 3 vástagos. Es risueño y muy curioso. “Mis hijos piden que regresemos a nuestra casa, pero no podemos... me siento tan frustrada ante esta situación”.

En el albergue, los hombres ya dejaron de jugar fútbol (lo hicieron por horas). Se alistan para merendar.

Los mosquitos se alborotan con el anochecer y obligan a más de uno a ponerse pantalón largo y repelente. Ya falta poco para las 19:00 y varios refugiados están en las mesas. Carmen se va a buscar la comida para sus hijos, el menú es arroz con ensalada de atún “y un rico jugo de mora”, dice Rosa Solórzano, otra de las damnificadas de Los Pocitos, a la pequeña Jénnifer.

Para doña Rosa, el albergue es otro estilo de vida. “Estamos mucho más tranquilos que antes, los niños juegan y comemos tres veces al día, pero necesitamos nuestras casitas propias”.

Recuerda que durante la lluvia de pocos días antes del sismo, su vivienda quedó aislada.

“Mi casita es alzada, por eso nos salvamos esa vez, pero no del terremoto, que nos dejó en la calle”.

La mujer ya no confía en las edificaciones construidas con cemento.

“Yo no le pondré ni un ladrillo a mi casita, será toda de caña y madera, para estar más segura”, asegura Rosa, quien trabaja en un restaurante y está albergada junto con dos de sus hijos, un yerno y un nieto.

Mientras esta madre de familia cuenta un poco más sobre su vida, Hólger Pereira, de Sosote, acota que él está acostumbrado ya al refugio.

“No es la primera vez que estoy en un albergue, yo ya sé lo que es vivir así”, asegura.

Este hombre de 45 años, padre de 4 hijos, relata que el invierno de 2008 derribó su casa. “Fue la primera vez que perdí todo y pensé que era la última, pero Dios sabe cómo hace las cosas y me tocó pasar el terremoto... y sobrevivimos”.

De momento no tiene trabajo, aunque es jornalero. “Tiro machete, trabajo sembrando de todo”. Estoy esperando que me salga algo, pero hasta eso aquí me siento apoyado. La comida está llegando y nos dan charlas de cómo superar esta situación”.

Su esposa, Sarina Valencia, por su parte, está ayudando a servir la comida.  “Aquí todo es bien organizado, así podemos vivir en paz”, asegura Hólger sobre el albergue. (I)

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