William Morocho sale de la cama puntualmente a las 04:30 de lunes a sábado. Vive en un espacio dividido en dos dormitorios, cocina, una minúscula sala y un baño, también, diminuto.

El sitio lo comparte con su esposa y dos hijos (varón y mujer) de cuatro y dos años. Hasta el quinto día de cada mes debe pagar $120 por el alquiler del lugar.

Ese gasto y los demás propios de un hogar son los que lo impulsan a “botar a un lado la pereza todos los días” y salir a buscarse la vida.

El cotopaxense de 32 años no consta entre los 3,3 millones de personas que cuentan con un empleo adecuado en el país, según las últimas cifras oficiales.

El aporte económico de su pareja, que limpia casas y vende cosméticos por catálogo, desahoga la situación. Sin embargo, William trata de salir máximo a las 05:30 para tener mayores oportunidades de que lo contraten como cobrador en alguno de los buses que operan en el noroccidente capitalino.

Se instala en la intersección de la avenida Mariscal Sucre (Occidental) y Flavio Alfaro junto con otros colegas que buscan, también, que los ocupen una vuelta (ida y regreso), unas horas y, en el mejor de los casos, todo el día.

Reunidos en un círculo, se entretienen hablando de cualquier cosa; de fútbol mayoritariamente y se hacen bromas, toscas la mayoría de las veces, para mostrar que “son más sabidos”.

Aunque no pierde palabra del diálogo, el originario de San Lorenzo de Tanicuchí no deja de mirar, aunque sea de reojo, el paso de los vehículos de transporte en espera de cualquier señal de la necesidad de un controlador en alguna unidad.

Aunque la contratación es más fácil “cuando el dueño del carro o el chofer lo conocen a uno, a veces hay algún chance y por eso hay que estar pilas”.

Si tiene suerte podrá llegar con $ 5, $ 10 e incluso algo más a casa y la jornada habrá valido la pena. Si no deberá resignarse y esperar que en el día siguiente haya más suerte. (I)