Las manos de un masajista tienen una vida útil menor a la de los pies de un futbolista. Pero hay excepciones. Las de Elena Borja han durado más de una década y están ‘nuevitas’.

La hora pico de los masajes es de 18:00 a 20:00, tiempo en el que desfilan muchas personas, todas agobiadas por la epidemia del siglo XXI: el estrés.

Ningún cliente recibe atención si antes no agendó una cita: el servicio es siempre personalizado y no se atienden más de dos pacientes a la vez.

El primero en ingresar es David Rodríguez, quien esperó una semana. Antes de iniciar la sesión, llena una ficha donde especifica el lugar donde siente el dolor, la intensidad y, también, registra su estado de salud en general.

Con esta información, Elena tiene suficiente. “Hay esencias no recomendadas para hipertensos ni para las personas con problemas cardíacos; todos los datos nos sirven”.

Elena le pide a David que se quite la ropa y le señala con el dedo índice el lugar donde están las batas y toallas. Al salir del biombo, parece otra persona; ya no hay ternos ni corbatas.

El oficinista intenta dormitar mientras Elena posa sus dedos y luego el antebrazo sobre la región lumbar. Poco a poco se desliza en un recorrido ascendente.

Las fricciones consisten en movilizar transversalmente los planos superficiales de la piel y la musculatura.

En la sala, iluminada con colores tenues y ambientada por música instrumental, Elena da por finalizado su trabajo. Una vez más ha conseguido que el cliente salga satisfecho.

Hay quienes la abrazan luego de las sesiones y otros la bendicen por “esas manos divinas”.

Antes de dedicarse a los masajes y a la cosmetología, era secretaria en un negocio que compartía con su esposo. Un día decidió tener su propio espacio y se incorporó al equipo del spa.

Lleva más de una década en el oficio que, como pocos, proporciona bienestar. (I)

Andrea Rodríguez
Especial para EL TELÉGRAFO