En el tope de su artificial y escandalosa melena rubia resalta un moño rojo. ‘Alicia’ camina erguida a sus 56 años bajo la escasa luz del poste esquinero de las calles 6 de Marzo y Febres Cordero, en el centro de Guayaquil.

Su mano se extiende -al compás del contoneo corporal- para conducir, hasta un motel de $ 6, a un cliente panzón, barbado, que no suelta dos fundas rayadas a medio llenar.

Su tiempo es dinero, literalmente, por eso se apura. Son las 21:20 de un viernes cualquiera, y a pesar del fresco y del viento de la noche, Alicia luce sus desbordantes carnes en un vestido blanco y zapatos de plataformas doradas.

Si en su profesión -con la que se casó por fuerza- se galardonara por años de servicios, Alicia ya habría celebrado sus bodas de rubí. Sus ilusiones amorosas han pasado como los buses en horas pico, sin espacio.

Su juventud de quinceañera se la robaron un padre borracho y una madre incrédula y solapadora, quien hasta los 17 años la arropó con cariños engañosos.

La realidad se encargó de reemplazar los sueños y las promesas: como cuando hiló la idea de que siendo costurera su economía mejoraría y con ello se alejaría de las tristezas que le genera esta ‘vida alegre’ que suele venir acompañada -en la mesa y en la cama- de hambre y enfermedades.

Su vida transcurre en un cuarto de $ 75 mensuales, donde la conocen como la ‘Niña del moño rojo’. Vive rodeada de ‘compañeras’ (hombres y mujeres) con quienes comparte penas e historias sin retratos familiares. Esos no son recuerdos que no desea.

Alicia vuelve a las 21:55 al punto de partida con $ 10 entre sus escasos y caídos senos; se sienta rendida sobre una silla de un oscuro y chorreado bar, mueve su cabeza a un ritmo musical estrambótico, con ello su moño rojo también se mueve. Sonríe mientras se limpia la frente del sudor que le dejó el ajetreo reciente y se retoca con labial para continuar su jornada laboral. (I)