Me sorprendió la gentileza de las azafatas de ThaiAirways. Pero, sobre todo, un detalle: la orquídea, la flor nacional de Tailandia, colocada en la bandeja de la cena. Ese fue el inicio de mi encuentro con ese país. Al llegar a Bangkok, la capital con 11’971.000 habitantes, me gustó la combinación de Oriente y Occidente que vi en sus calles.

Bangkok, cuyo nombre en tailandés significa Ciudad de los Ángeles, vive de día y de noche. Al recorrer el centro de esa ciudad encontré a un elefante bebé que hacía una inclinación con su cabeza y trompa a cambio de una banana. Su propietario vendía esa fruta para alimentar a su “mascota”, que era su medio de vida.

Mientras caminaba vi templos budistas, llamados Wats, llenos del humo del incienso. El 91% de la población profesa esa religión. Esas imágenes contrastaban con el Metro Aéreo o el Skytrain, ultramoderno y con una vista privilegiada sobre la ciudad. En ese viaje por las alturas admiraba el paisaje, que es una mezcla de tradición y modernidad.

Bangkok está bañada por el río Chao Phraya, que le permite  funcionar como puerto. Pero, además, tiene canales que le dan un aire muy especial. Por eso la bautizaron  como la ‘Venecia de Oriente’. Allí están los mercados flotantes, como el de Damnoen Saduak.  Hombres y mujeres navegan por sus aguas en pequeñas barcazas de colores para vender fruta, verduras, comida y souvenirs. Es un espectáculo parecido a Xochimilco en México D.F, pero sin mariachis.

La capital tailandesa es famosa por su comida callejera. En la zona del Khaosan hay aceras enteras convertidas en comedores, con mesas, sillas y comensales que disfrutan de platos populares como el pad-thai, fideos con verduras, huevo, pollo o camarones.

También me subí encantada a los tuk- tuk, es decir, motocicletas de tres ruedas, con una cabina para dos personas, que funcionan como taxis, pero son más baratos. Lo malo es que respiras todo el smog del mundo. Ese viaje es uno de los mejores recuerdos que conservo. (I)