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Se recuerdan 103 del fallecimiento del insigne manabita

El general Alfaro vive en cada ecuatoriano

El general Alfaro vive en cada ecuatoriano
01 de febrero de 2015 - 00:00 - Joselías Sánchez Ramos. Historiador

“Las revoluciones no las hacen jamás los hombres, sino los acontecimientos: son la consecuencia ineludible de antecedentes, que nunca quedan estériles”, escribió José Peralta en su obra Eloy Alfaro y sus victimarios, 1918.

Desde el domingo 28 de enero de 1912 hasta el miércoles 28 de enero de 2015 han transcurrido 103 años de la muerte, arrastre e incineración del general José Eloy Alfaro Delgado, pero él sigue vivo, vivo en miles y miles de jóvenes manabitas y ecuatorianos, a quienes les ha enseñado que la libertad no se alcanza de rodillas y que la hora más negra es la que está más cerca del amanecer.

Una pérdida irreparable

Su muerte, ocurrida al mediodía en el Panóptico García Moreno, es conocida, repetida, comentada, recordada y exaltada. Participan ocho personas, según describe el historiador manabita, Wilfrido Loor Moreira en su obra Eloy Alfaro (1982).

Todo comenzó en Guayaquil. Las fuerzas alfaristas son derrotadas en la batalla de Yaguachi. Alfaro, de 70 años, regresa desde Panamá a fines de 1911 para mediar entre sus fuerzas y las del gobierno que preside Carlos Freile Zaldumbide. El Jefe del Ejército es Leonidas Plaza. La rendición de Alfaro y su exilio voluntario es mediada por los cónsules de Gran Bretaña y Estados Unidos. No habrá represalias.

Freile y Plaza nada respetan. Plaza detiene a Alfaro y sus lugartenientes. Son llevados a Quito. En Huigra se detienen para almorzar. Al italiano Catani, dueño del hotel en el que hicieron la parada, Alfaro le pide que lo despida de sus hijos, que acompañen a su madre, que no beban nunca, pues no hay nada peor que la embriaguez. “Dígales usted que voy a morir, pensando en ellos, hijos queridos de mi alma”. (Pareja Diezcanseco).

El tren llega a Quito a las 11:15. En un automóvil blanco los conducen por la calle 24 de Mayo, repleta de gente que ya había sido alertada. Insultos y piedras. “¿Tiene miedo a la muerte?”, pregunta Eloy a su hermano Medardo. “Ningún Alfaro teme al peligro. Sigamos al sacrificio”, responde.

Eloy Alfaro es el primero en salir. Viste pantalón negro, chaleco blanco, levita azul marino, en su cabeza, un sombrero manabita; y en sus manos, un bastón puño de oro. Le siguen Flavio, herido en la pierna, Medardo Alfaro, Manuel Serrano, Ulpiano Páez y el periodista Luciano Coral. La confabulación está en marcha.

Luis Donoso, soldado de las campañas de Huigra, Naranjito y Yaguachi en el Ecuador, se refiere a que “al regresar su batallón a Quito, el 28 de enero a las 07:00, sobre la ría de Guayaquil, a bordo del vapor Colón, se hizo pública la noticia del asesinato y arrastre de Alfaro, cuando este hecho ocurrió cinco horas después, a las doce del mismo día”, describe el escritor Wilfrido Loor Moreira.

Las órdenes fueron precisas: “No dejen pasar a nadie, pero cuidado con estropear al pueblo ni darle de culatazos”. Un centinela grita a la muchedumbre: “Tenemos orden de no disparar contra el pueblo”.

Ocho individuos son los primeros en entrar y con precisión se encaminan a la celda donde están los prisioneros. Dos soldados con sus rifles, cuatro muchachos y dos criminales, relata Loor Moreira. Entre ellos iba José Cevallos, el cochero del Palacio Presidencial. La puerta se abre de un golpe. “¡Silencio! ¡Qué quieren de mí!”, increpa Alfaro. Cevallos le da un barretazo y le dispara, sin titubear, un tiro a la cabeza.

“¡En el nombre de Dios!, prostitutas, ladrones y frailes, alargaron las manos sobre el menudo cuerpo, a tantearle, a dejarle sin sonido, a desgarrar sus ropas, a tocarle alguna vez, al ídolo muerto. No podían hablar, pero reían. Se dieron placer en clavar las uñas y robarle. Desnudo ya, descolgado de su aventura, le llevaron hasta el filo del corredor y de allí lo aventaron contra el patio”. (Pareja Diezcanseco).

Siguen Páez, Medardo Alfaro, Serrano, Coral, a quien le arrancan la lengua, y finalmente Flavio quien, herido y todo, opuso resistencia. Los cadáveres desnudos o con poca ropa interior son arrojados, de las celdillas al piso bajo y de aquí los entregan a la multitud que los arroja del pretil del panóptico a la calle.

El arrastre

El infame y salvaje arrastre de los cadáveres por las calles de Quito es conocido, repetido, comentado, recordado y exaltado. Participa una muchedumbre enardecida por el odio y el alcohol y se acusa de autores intelectuales a los expresidentes Leonidas Plaza, Lizardo García y Emilio Estrada; los encargados Carlos Freire Zaldumbide, Carlos R. Tobar; al clero católico, al arzobispo Federico González Suárez; los dominicos de Quito; al ministro de Gobierno, Octavio Díaz; al ministro de Guerra, general Juan Francisco Navarro; al cuñado de Plaza, Juan Manuel Lazo; y a otros que traicionaron a Alfaro, según reseña José María Vargas Vila en su obra La muerte del Cóndor.

“Cuerdas oportunas fueron distribuidas. Todos desnudos. A unos de los pies, a otros de los brazos, los arrastraban. Celia María León, La Pájara, se había prendido la primera y marchaba cantando. La cabeza en compás. El jefe de guardianes del panóptico, Arroyo, que había hecho disparos certeros de guía, brincaba de gozo. Y los niños descalzos, curiosos, corrían en pos de los cuerpos, cuesta abajo. ¡Al Ejido!”, (Pareja Diezcanseco).

El macabro desfile baja desde el Panóptico, por la calle Rocafuerte, hasta la Plaza de Santo Domingo. Varias mujeres, entre las que se identifica a Rosario Cárdenas, Mariana León, Rosario Llerena y Luz Checa, se apoderan del cadáver de Flavio Alfaro. El sacerdote Alfonso Ma. Jerves dice: “Yo vi desde mi convento que el cadáver de Eloy Alfaro iba arrastrado de cinco sogas, una al cuello, dos a las muñecas de las manos y dos a los pies y lo custodiaban dos soldados con Manglicher a derecha e izquierda, este último arrastraba también de su soga”, (Loor Moreira).

Hay alegría en todos los rostros. Las turbas se hallan resguardadas por las bayonetas. Desde las ventanas aplauden frenéticamente. González Suárez calcula que una multitud de 20 mil personas participa en el arrastre que, desde la Plaza de Santo Domingo, se divide en tres grupos.

Los cadáveres de Eloy Alfaro y Páez son llevados por la calle Guayaquil hacia la Plaza de la Independencia, de allí a El Ejido. Los cadáveres de Coral y Serrano siguen por la calle Flores. Los cadáveres de Flavio y Medardo Alfaro son llevados por la Rocafuerte.

Mi padre, 12 o 13 años, desde El Cebollar, corre curioso. Se mete entre la multitud y ve el horroroso arrastre. En su mente infantil queda grabada la escalofriante escena que nos narrará con dolor. No entiende lo que ve. Escucha el nombre de Alfaro y muchos insultos. ¿Por qué lo odian y lo arrastran? Entre el horror y la curiosidad se propone conocer la tierra de ese hombre que queman, que insultan y que no le teme a la muerte.

Cuando llega a Manta, a sus 14 años, comprende por qué es la tierra de la libertad. Entonces decide que tiene que casarse con una montecristense. Mi bisabuelo y abuelo materno, campesinos montecristenses, también forman parte de las huestes montoneras. Nos sentimos orgullosos de nuestro alfarismo.

La incineración

La incineración de los cadáveres en El Ejido de Quito es la demostración del más puro fanatismo y de la más baja condición humana. Es la ‘Hoguera Bárbara’, que Alfredo Pareja Diezcanseco retrata en su obra.

“Los cadáveres se colocan sobre las hogueras en posiciones inmorales en medio de los aullidos en que se viva la Constitución, cuando en realidad debía gritarse, viva la prostitución”, se lee en un folleto que se imprime en Panamá con los auspicios de Olmedo Alfaro (hijo de Eloy).

La mañana estaba lluviosa pero a las dos de la tarde, el día es claro y con mucho sol. Aunque el grueso de la muchedumbre se ha retirado, la fiesta de la pira y los cadáveres continúa. Llega la noche. La familia de Ulpiano Páez ha recogido ya su cadáver. A la medianoche la policía recoge los otros cuerpos para el reconocimiento. De dos cadáveres solo existía el tronco.

El legado

A lo largo de estos 103 años, el pueblo ecuatoriano va conociendo los hechos, hechos que Dumar Iglesias Mata testimonia en su obra Los asesinos de Alfaro (2012) para “que no desarraigue del alma popular el recuerdo doloroso de los pormenores que conducen a escribir una de las páginas más negras de la historia nacional del Ecuador”.

El país, el 26 de septiembre de 2003, lo declara “Héroe Nacional, insignia del Ecuador, signo de la Patria, ejemplar voluntad histórica, gobernante, militar y ciudadano. Paradigma de las generaciones que le suceden”.

La Asamblea Constituyente, reunida en Montecristi (2008), rinde homenaje al héroe de la libertad. Sus cenizas reposan en el mausoleo. Allí está la inspiración del maestro Ivo Uquillas, esa misma inspiración que proyecta su monumento en la Universidad Laica Eloy Alfaro de Manabí.

Alfaro se reivindica a sí mismo, no porque lo declaren el Mejor Ecuatoriano de todos los tiempos o porque designen como Ciudad Alfaro a la sede de la Asamblea o porque a su tierra natal la declaren Patrimonio Natural, Cultural e Histórico, no, sino porque Alfaro es el único héroe que nos ha enseñado la dignidad de ser ecuatoriano, el hombre de la Costa ecuatoriana que ha superado el complejo del crujir de dientes que se escucha en las pinturas de Guayasamín.

Alfaro es manabita y es ecuatoriano. Vive, vive en miles de jóvenes ecuatorianos que hoy están comprometidos en esta revolución del conocimiento. Alfaro es el futuro. No es solo la recordación. Es la vida de quienes han superado el odio para construir la paz desde cualquier lugar donde se ejerza la vida ecuatoriana.

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