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Catzos y churos forman parte de la oferta exótica tradicional

Quito es una especie de comedor ambulante

Los helados de paila han pasado a formar parte del menú callejero capitalino junto a otras golosinas.
Los helados de paila han pasado a formar parte del menú callejero capitalino junto a otras golosinas.
Foto: Miguel Jiménez / El Telégrafo
10 de enero de 2016 - 00:00 - Redacción Quito

Las calles de la ciudad, especialmente las del Centro Histórico, esconden un menú gastronómico ambulante que es ofrecido a hurtadillas a los transeúntes prácticamente en cada esquina.

Con un miedo casi ancestral a la represión que ejercen policías metropolitanos (antes llamados simplemente municipales), decenas de comerciantes informales recorren todos los días las estrechas y añejas vías en busca de clientes.

Con un ojo puesto en sus potenciales compradores y otro en los uniformados que rondan, los vendedores autónomos recorren el casco colonial sin cesar y anuncian, de cuando en cuando, sus mercancías. Las transportan en canastos de mimbre, baldes, pailas, cajas de cartón, coolers, bandejas, bolsas de papel, fundas plásticas, carritos metálicos y de madera; todo depende del producto.

La oferta es variada y va desde los característicos mote con hornado, habas con choclos y queso, chochos con tostado (hoy llamados cebichochos); pasando por exquisiteces de la panadería tradicional como quesadillas, aplanchados, bizcochos, pan de Ambato; hasta llegar a propuestas con aire ancestral dirigidas a auténticos conocedores de la gastronomía regional y nacional; ese es el caso, por ejemplo, de los churos y los escarabajos (catzos) fritos y servidos con cebolla y tostado.

Mariana Uquillas, de 58 años, es una de esas personas que cotidianamente obtiene recursos mediante esta especie de delivery criollo. La mujer no ofrece precisamente comida a domicilio, pero sí al paso, en la parada del bus, en la cola del banco o de instituciones públicas. Todas las tardes sube apresuradamente por la calle Rocafuerte en dirección a la Plaza de San Francisco, su puesto habitual.

Lleva un canasto y una pequeña olla de hierro enlozado. Se coloca en una de las esquinas de la plaza, espanta a las palomas y las hace volar hacia alguna de las torres del llamado ‘Escorial de América’; espera, entonces, la llegada de sus clientes habituales, quienes se aproximan para comprarle una diminuta funda que contiene en su interior algunos especímenes de ese molusco serrano que los quiteños, utilizando el kichwa, llaman simplemente churos por la forma de su caparazón.

La porción cuesta $ 0,50 y en alrededor de 2 horas y media, la mujer logra vender 30 funditas. Comenta que el oficio lo ejerce desde que era niña y que su madre fue quien le enseñó.  

“A las 05:00 voy a Chilibulo o al bosque del Pichincha, por el barrio La Libertad. En invierno los churitos están generalmente en los filos de las quebradas. Ahí cojo un medio balde y los lavo, para luego cocinarlos con sal. Los vendo con culantro y limón”, contó la mujer.

Blanca Tumbaco, habitante de Otavalo (Imbabura), es una visitante habitual de Quito. Una vez a la semana llega trayendo consigo en un canasto un tesoro gastronómico: catzos (escarabajos) blancos que recoge en su tierra, los prepara y ofrece a quiteños y chagras que saben apreciar el platillo.

Tumbaco reconoce que la demanda de su producto está desapareciendo y que sus clientes son, en su mayoría, ancianos que están acostumbrados a comer desde niños esos insectos.

No obstante, las excentricidades culinarias no se encuentran únicamente en la vía pública. A pocos metros del puesto de churos de Mariana, entre las calles Cuenca e Imbabura, está el local de Blanca Aymara, quien desde hace 60 años prepara caldos de guagrasinga (cráneo de la vaca), nervio (miembro viril del toro) y yahuarlocro (vísceras del borrego). Aymara los recomienda como muy nutritivos y efectivos contra la anemia.

El olor de los caldos se percibe desde la calle Bolívar. Muchas personas que pasan miran con curiosidad los preparados, en tanto que otros, conocedores de la sazón de la dueña, ingresan y degustan alguno de los platos.

A la altura de la calle Rocafuerte y Chimborazo, María Collaguazo, de 21 años, vende caldo de 31. La mujer señala que ese plato es muy apetecido por los moradores del sector y los transeúntes, pues ella lo prepara tal como lo hacían su abuela y su madre en su natal Latacunga. Cada porción cuesta $ 1 o $ 0,75. El caldo está elaborado con vísceras de res.

Manuel Espinosa Apolo, señala en su libro Mestizaje, cholificación y blanqueamiento en Quito, que la alimentación diaria de la capital, sufrió en el siglo XX cambios significativos por razones socioeconómicas y étnico-raciales.

Afirma también que fueron los sectores populares los que salvaguardaron gran parte de las tradiciones culinarias de la ciudad, pues existió una gran diferencia entre el menú de la clase acomodada y la popular.

Los platos de las familias ricas tenían, generalmente, características extranjeras o preparaban platos tradicionales con ingredientes que, para la época, resultaban costosos.

Mientras que platillos como el cariucho, el mondongo, el hornado, el pernil, el yahuarlocro, la fritada, la caucara, los tamales, el mote, entre otros, se vendían en fondas y picanterías, cuyos clientes frecuentes eran familias de sectores populares de Quito.

Las administraciones municipales de la época determinaron que este tipo de comida no cumplía con condiciones de salubridad y a inicios del siglo XX, según el citado texto, hubo una fuerte intervención de control por parte de la autoridad.

Pablo Arturo Suárez, quien fue director de salubridad de Quito, fue uno de los personajes que trató de prohibir su consumo, mucho del cual se hacía en las calles.

Pero actualmente, aquellos platos que eran desaprobados, constituyen la identidad culinaria de la capital de la República. (I)

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