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Bachelet: el fin de la transición

Bachelet:  el fin de la transición
22 de noviembre de 2013 - 00:00

Lo sucedido en Chile el domingo pasado muestra fehacientemente que su sociedad aún no termina de detectar las trampas de una democracia parida por la dictadura. Ergo, ¡paradoja extraña!, ha sido bueno que la candidata Michelle Bachelet no gane en primera vuelta, porque eso permite observar algunas aristas de un sistema político que se resiente si emergen voces que no comulgan ni se afanan con los turnos pactados por la vieja Concertación.

Dos hechos marcarían el desenlace del 17 de noviembre. Primero: las manifestaciones estudiantiles de 2011; y, segundo: el modo como se recordó el aniversario 40 del golpe de Estado perpetrado contra Salvador Allende el 11 de septiembre pasado. Dos momentos que dan cuenta del resurgimiento de la lucha social en las calles y del vigor político de la memoria histórica. Dos momentos muy significativos si consideramos lo siguiente.

Bachelet dijo -durante su campaña- que con el gobierno del conservador Sebastián Piñera se cierra un ciclo político y que ella impulsará un programa de reformas necesarias para el Chile de hoy. En paralelo, lo que más se oyó en su país, y que profundizó el debate político y desnudó la ficción del modelo chileno, fue la idea de convocar, más temprano que tarde, a una Asamblea Constituyente (AC) que desmonte los parámetros “conductistas” del mercadeo político y económico con que fue concebida la constitución de la dictadura, amén de las múltiples reformas hechas a lo largo de estas dos décadas.

Pero, ¿Michelle Bachelet está en condiciones de convocar a una AC? Me parece que no; no solo porque ella no se comprometió a hacerlo sino porque su rol político, en este período, es concluir el ciclo de la postransición y no abrir un ciclo distinto. Sería un error exigirle una decisión que su propia historia le niega, es decir, su lazo con el legado político de la Concertación. Y no está mal que así sea, después de todo operar y depurar los mecanismos de retorno cierto a la democracia ha sido una tarea tremendamente complicada, más aún cuando cada resorte constitucional (todavía) funciona a tono con un estándar que se impuso no solo en Chile sino en casi toda América Latina y que por diversas y arduas luchas fue desplazado en otros países.

Todo esto no impide que Bachelet haga una parte del trabajo político que concierne al final de una transición tan larga. Así, ella podría y debería construir escenarios de apertura y flexibilización política, porque se supone que a estas alturas ella sabe que el consenso con las fuerzas del pasado alcanzan, con dificultad el (su) presente, pero para nada el futuro. Un futuro de justicia social para todos, por supuesto.

Por eso se entiende que los nuevos sujetos políticos chilenos sean jóvenes que han roto el mito de la gobernabilidad y abominan del estándar mercantilista de la eficacia y el lucro. Si la consigna de la juventud de Bachelet era la revolución, hoy esos jóvenes batallan por una democracia social. Nadie como ella para descubrir la diferencia y crear un ambiente que proyecte los desafíos políticos de una generación distinta y a la que ya no puede ni debe representar; como tampoco simbolizar a la suya ad infinitum.

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