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Miguel Donoso: Cierto fue todo lo que inventaba

Miguel Donoso: Cierto fue todo lo que inventaba
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La voz. La voz. La voz
¿Dónde pondrá sus pies la golondrina?
Miguel Donoso Pareja

Era noviembre de 2003. Por mi cumpleaños me regalaron un ejemplar de Putas asesinas, de Roberto Bolaño. La versión de Anagrama, con una portada en la que aparece una mujer vestida de negro, con un pantalón de cuero ajustado, guantes y una blusa de mangas largas, agarrando el gran cinturón, también negro, en el centro de la imagen. No hay rostro en esa mujer.

En el mío, había una sonrisa. Quería leer a Bolaño, sobre todo porque a meses de su muerte se había convertido en una necesidad de gente de mi edad. Estaba en el lanzamiento de una novela, en algún lugar del norte de Guayaquil. Y caminaba con el libro de Bolaño de un lado al otro.

Miguel Donoso Pareja estaba sentado en una silla, un poco alejado del resto del ruido/efervescencia social/poslanzamiento/brindis con tinto.

Me acerqué y lo saludé.
—¿Qué estás leyendo? —me preguntó.

Le mostré el libro. Me lo pidió y lo hojeó un poco. Lo hacía con cuidado, con esa lentitud que le daba el Parkinson, que ya se había vuelto parte de su vida diaria. Su bastón, café oscuro, como un báculo de poder, descansaba apoyado al espaldar de su silla. Me lo devolvió.

—No sé por qué me odiaba —me dijo.
—¿Quién?
—Bolaño. No sé por qué me odiaba.
—¿Lo odiaba, Miguel?
—Sí, no sé qué le hice. Hasta le ayudé a publicar su primer libro.
—Pero no entiendo.
—Ni yo, pero me puso en Los detectives salvajes y habló mal de mí.

¿Era posible eso? Pues sí, al menos desde la transfiguración de la ficción. En Los detectives salvajes, Roberto Bolaño había jugado a ser el chico malo, sin que Miguel Donoso lo entendiera del todo. Por eso, cuando la figura del novelista ecuatoriano Vargas Pardo aparece, uno no puede hacer nada más que sumar uno más uno.

Vargas Pardo es ecuatoriano. Está descrito como un hombre que no se entera de nada, como alguien que utilizaba la revista de literatura que editaba en contra «de quienes lo habían despreciado cuando llegó a México». Vargas Pardo es de esos seres que disfrutan de hablar mal de varias personas junto a otros poetas, un oportunista que decidía por encima de su superior y editaba los libros que quería (como la antología de varios poetas que hiciera Arturo Belano, uno de los ejes de la novela de Bolaño).

Es un seductor de voz profunda, capaz de engatusar a todo el mundo con sus anécdotas como marino mercante. Es un maleducado, para quien eso es sinónimo de franqueza y honestidad. Es narcisista e incluso parece que había llevado a la quiebra a la empresa editorial en la que trabajaba.

Miguel Donoso vivió en México entre 1964 y 1982, como consecuencia de sus filiaciones ideológicas. Salió de Ecuador expulsado por la Junta Militar que sacó a Carlos Julio Arosemena Monroy del poder y que gobernó entre 1963 y 1966. Ya en México, publicó varios de sus libros, trabajó en distintos medios, en diversos proyectos editoriales y se dedicó a los talleres literarios, no solo en el DF, sino en San Luis Potosí, Zacatecas, Aguascalientes y Puebla. Además, fue director de la revista Cambio, junto a Juan Rulfo, Julio Cortázar y José Revueltas, entre otros.

Fue en 1979 que, con su apoyo, Roberto Bolaño publicó la antología Muchachos desnudos bajo el arcoíris de fuego, en Editorial Extemporáneos. Ahí constaban poemas de Fernando Nieto Cadena y Mario Santiago Papasquiaro —que es la base real de Ulises Lima—.

Miguel, por supuesto, no tenía dudas de que él era ese ecuatoriano en la ficción de Bolaño.

—A él le gustaba la polémica —me llegó a decir alguna vez sobre el chileno, como una explicación de lo que había pasado.

Meses después, de visita en su casa, dijo que me tenía una sorpresa. Me obsequió su ejemplar de Muchachos desnudos sobre el arcoíris de fuego. Me dijo que estaría mejor conmigo. En la primera página hay estos versos: «Este libro debe leerse / de frente y de perfil / que los lectores parezcan / platillos voladores».

        ***

El tono de voz de Miguel era grave, pero no tenía una gravedad que buscaba imponerse. El tono de su voz reflejaba afecto, sobre todo en la manera en que, cuando te decía las cosas, sabías que te estaba hablando a ti. Ese interlocutor era importante para él. Y cuando escuchaba, lo hacía con atención.

El volumen de su voz era discreto, bajo. No debías hacer un esfuerzo para escucharlo, pero sí estar cerca. Lo hacías así porque no querías perderte ninguna de sus palabras. O los gestos que hacía, como esa sonrisa que iba apareciendo cada vez que contraía los músculos del rostro y su barba de candado, blanca, armonizaba con una alegría que contagiaba. A veces, cuando reía, todo su cuerpo saltaba, acompañando el compás.

Una tarde contó de cuando lo echaron del país. Era 1964 y estaba detenido por casi un año. Un año sin contacto con su familia, con lo suyo, pero la literatura estuvo con él. La novela Henry Black (de 1969) es el resultado de esta experiencia, por ejemplo.

Un día lo sacaron del calabozo y lo llevaron de inmediato hacia el aeropuerto para que viajara a México —sin darle la oportunidad de despedirse o hablar con su familia—. Pero siempre había algo extrañamente gracioso en las historias que contaba, incluso cuando parecían salir de lo más duro. Decía Miguel, con gracia, que los militares que registraron su casa, destrozaron su biblioteca en busca de literatura ‘dañina’, comunista. Se llevaron sus libros, lo volvieron huérfano de lecturas.

—Pero dejaron El capital —se quedaba callado y te miraba a los ojos, a punto de explotar en una carcajada—. Dijeron que ese libro no podía ser comunista.

Y las risas, nuevamente.

En otra conversación contó sobre un compadre suyo, mexicano, al que le gustaba hacerle bromas telefónicas a todo el mundo. Y eso había levantado las alertas de la gente de letras y de arte que lo conocía.

Una noche sonó el teléfono. La voz del otro lado lo saludó con cortesía y se identificó como Julio Cortázar. Miguel reaccionó de la mejor forma: mandó a la chingada a su interlocutor, lanzo el auricular de inmediato y dio por terminada la broma.

Un minuto más tarde volvió a sonar el teléfono.

—Le aseguro que soy Julio Cortázar.

La llamada, desde París, sirvió para coordinar algunas cosas de la revista en la que trabajaban ambos.

        ***

Juan Rulfo era su compadre. Lo llamó así varias veces. Su compañero de letras, de la revista Cambio, alguien que —me dio la impresión— era cercano. En las conversaciones, las historias con Rulfo salían y podían entretenerte, otras parecían dolerte. Son historias que puedes contar una y otra vez, maravillado.

—¿Y al final Rulfo terminó La Cordillera? —le pregunté alguna vez, haciéndole referencia al famoso texto que el mexicano siempre decía estar escribiendo, cuando le preguntaban por algo más, aparte de El llano en llamas y Pedro Páramo.
—No la escribió —me respondió.
—¿Y por qué ya no escribió más?
—Por el alcohol —me dijo con esa voz profunda, grave.

        ***

En los años setenta, un joven Enrique Vila-Matas (¿era Vila-Matas el de la historia? Esa es la parte que mi memoria se resiste a darme certezas) llegó a México y por ciertas amistades en común se le pidió a Miguel que organizara una reunión en su casa y que invitara a Juan Rulfo. El español quería conocer al maestro.

Y Miguel, como buen anfitrión, lo hizo. Hubo varias personas en la sala de su casa; entre esos, escritores jóvenes, muchos deseando conocer y escuchar a Rulfo.

Cuando llegó, parecía que las aguas del Mar Rojo se hubiesen abierto. Rulfo caminaba por el medio de todos, saludaba educadamente, respondía los elogios. Vila-Matas se acercó.

—Maestro —le dijo.

El resto de la velada fue terreno de Juan Rulfo, idolatrado, en el ojo de la tormenta, contando las historias que se le ocurrían, causando el deleite de los invitados. Pero en algún momento, el tiempo pasó de largo y varios notaron que era hora de la retirada.

—Maestro, ¿vino en carro? Podríamos llevarlo nosotros —le dijeron.
—No, no, vayan ustedes. Yo debo hablar con Miguel.

Y la fiesta se terminó. Todos se despidieron y una vez que quedaron ambos como los únicos habitantes de la sala, Miguel se sentó frente a Rulfo y esperó lo que sea que Rulfo le quería decir.
Silencio.
Nada. Se miraban, dejaban que el tiempo pasara.
¿Había algo de lo que debían realmente hablar? Miguel no tenía idea.

Diez minutos después, Rulfo por fin se levantó.

—Bueno, me voy —dijo.
—¿No querías hablar conmigo? —la pregunta debió nacer de la extrañeza.
—No, no. Tengo mi carro acá abajo y no iba a llevar a ninguno de esos marihuanos.

Se despidieron y Rulfo se fue.

Cuando terminaba de contar la historia, Miguel sonreía con la picardía del observador en primera fila.

Un par de veces me contó esta anécdota. Y sigo sin estar seguro de si era Vila-Matas, o no.

        ***

Mientras escribo estas líneas y pienso en Miguel, dudo sobre los recuerdos, sobre las palabras que se usaron, los gestos. ¿Y si no fue así?

Pero imagino a Miguel sentado en un extremo de la mesa que comparto con otros talleristas y sonriente me dice que una vez que lo escribo, se vuelve cierto.  Y sí, como alguna vez lo dijo él, parafraseando a Flaubert: «Todo lo que inventamos es cierto».
    
        ***

En una de las sesiones del taller, en uno de los salones del MAAC —muchos años atrás— la conversación con Miguel Donoso se centraba en las acciones finales de un personaje en uno de los cuentos que había llevado.

—No tiene sentido que haga eso —me dijo.
—Pero para mí, sí —respondí.

Cada uno dio sus razones, sus argumentos. Yo podía ver que él tenía razón, pero desde mi perspectiva, si hacía esos cambios, mi intención fracasaba. Y él también lo vio.

La frase con la que cerró esa conversación ha sido una de las mejores lecciones sobre escritura que he tenido en la vida.
—Al final, es el autor el que debe decidir. Nadie más decide por el autor.

Y puso su atención en el trabajo de otro tallerista. Las conversaciones con Miguel, antes que acabarse, cambiaban de contexto. La penúltima vez que lo vi nos despedimos con un abrazo.

Mi recuerdo de Miguel, a tres años de su muerte, es el de alguien que se desprendía de sus historias y te hacía entender los mecanismos ridículos de la vida y de la literatura para hacer algo mejor, o intentar algo mejor.

A tres años uno entiende que al final nadie se va del todo. Nunca. (I)

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