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El cacao y el puerto

El cacao y el puerto
16 de abril de 2013 - 00:00

“Guayaquil es un puerto habitado por 30.000 almas, donde hay mucho cacao y muchas revoluciones”, escribe el viajero y diplomático Charles Wiener, en su relato “El Amazonas y las Cordilleras”, publicado en la revista Le Tour du Monde, en 1882. A esta vigorosa dupla se suma, según Louis Baudin de la Valette, en su texto “Ecuador” (1913), la fiebre amarilla: “Dicen que Guayaquil se resume en tres palabras: cacao, fiebre amarilla y revolución”. Esa era la percepción de europeos, norteamericanos y otros extranjeros sobre el puerto: Guayaquil, ciudad jardín y pantano, al mismo tiempo, según el decir de Humberto Robles.

La idea ambivalente de un puerto exótico donde la existencia misma se convertía en aventura, aparece en las representaciones visuales del siglo XIX. Tres grabados nos muestran el Malecón y el cacao con el puerto y la ría como telón de fondo. Sus autores: Barthélemy Lauvergne, artista litógrafo que registró escenas de la expedición La Bonite (1836), Frédreric Sorrieu (1862) y Charles Wiener (1883).

En el siglo XX, la mayor parte de las representaciones sobre el cacao y el puerto proviene  de la fotografía. En el álbum “Guayaquil a la Vista”, de Juan Bautista Ceriola, pero sobre todo en “El Ecuador en el centenario de la independencia de Guayaquil” (1920), álbum editado por J.J. Jurado Avilés, abundan las imágenes de las sacas de cacao en los muelles de la ciudad, listas para su exportación.

Si bien estas fotos manifiestan elocuentemente la bonanza económica que vivió el país entre 1890 y 1920, callan tanto como dicen, pues no aparecen en primer plano, los reales protagonistas del segundo “boom” cacaotero: los trabajadores.

Ya sea como peones y sembradores en el área rural o como estibadores cacahueros en la ciudad, una significativa mano de obra levantó la economía de este país a finales del siglo XIX e inicios del siglo XX. Según el sociólogo Andrés Guerrero, en 1900, alrededor de 76.000 personas laboraban en haciendas cacaoteras, lo que correspondía al 30% de la población total del Litoral.

Sin embargo, la historia oficial desconoce el aporte fundamental de estos campesinos y obreros, privilegiando el papel de los “gran cacao”, quienes conformaron una oligarquía rentista que, si bien incidió en el proceso de acumulación originaria del capital, prefirió gastar su dinero en Europa e importar artículos de lujo, en vez de invertir en el país y edificar la industria nacional. De hecho, los informes técnicos de la época corroboraron la falta de previsión de los “gran cacao”, quienes no diversificaron la producción e hicieron caso omiso a recomendaciones de expertos como John Birch Rohrer, sobre la inminente embestida de las plagas.

Tampoco se hace mención, en los textos que se escriben sobre el cacao, de la incidencia que tuvo el gremio de los cacahueros y particularmente la Sociedad Cosmopolita de Cacahueros Tomás Briones, en la huelga general de los trabajadores guayaquileños de 1922.

A pesar de los escasos recursos económicos de los cacahueros, su intenso activismo y conciencia social les llevó a liderar una huelga en demanda de mejores salarios, en 1916, y a editar la revista “El Cacahuero”, que apareció en los años 1909, 1922 y 1923. El legado de los trabajadores del cacao constituye una imborrable huella para Guayaquil.

Aunque ya no está el paisaje del cacao secándose en las vías del centro y la actividad de los cacahueros, registros como el de Ricardo Bohórquez sobre la calle Panamá -el nombre del ensayo fotográfico se titula “Panamá Seat: tradicional asiento guayaquileño”- es la constatación del acontecer de una emblemática calle con aroma de cacao.

En “Panamá Seat”, Bohórquez documenta esa otra realidad que, al parecer, también se bate en retirada: la lucha de los vendedores ambulantes por su sobrevivencia, en medio de una “regeneración urbana” que no regenera a las personas, sino que muchas veces las excluye del verdadero uso del espacio público. Pero quedan las pequeñas memorias individuales y colectivas, esas historias de esfuerzo, sacrificio y sudor cotidianos que se resisten a desaparecer, pese a la conocida indiferencia y descrédito de las élites hacia las expresiones de la cultura popular.

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