Ecuador, 30 de Abril de 2024
Ecuador Continental: 12:34
Ecuador Insular: 11:34
El Telégrafo
Comparte

La marcha de las puras la bailan maniquíes

La marcha de las puras la bailan maniquíes
21 de junio de 2013 - 00:00

En El olor de la guayaba, Plinio Apuleyo Mendoza abordaba con Gabriel García Márquez la forma en que empezaba sus narraciones. A diferencia de otros escritores, que inician una historia alrededor de un concepto, decía el Nobel, “yo siempre parto de una imagen”.

El creador de la Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano (hoy Fundación García Márquez) le decía a su paisano que Cien años de soledad había tenido como punto de partida un recuerdo de su infancia: el día en que su abuelo lo llevó a conocer el hielo.

El inicio de Pura fue algo parecido. Talvez el cliché "le llegó la inspiración" es útil para describir cómo la coreógrafa y bailarina Nathalie Elghoul vio en un diario la foto que le hizo plantearse la obra que estrena hoy.

La imagen mostraba una montaña de prótesis de silicona defectuosas que miles de francesas se habían retirado, luego de saberse que el fabricante las vendía con fallas.

Y ese montón de senos postizos proclives a romperse, fueron el punto de partida para Elghoul, guayaquileña de origen libanés que en esa imagen vio algo comparable a la lapidación que inflige el Islam a las mujeres en el mundo árabe. “Ésta es la lapidación occidental”, dice Elghoul, refiriéndose a esa obsesión por la figura que se somete y avala el sermón del bisturí.

En una parte del mundo donde se cree que la libertad la define meramente un acto voluntario, sin pensar en el sistema de representaciones que hay detrás, Elghoul propone evidenciar ese ritmo al que bailan las mujeres en esta sociedad.

Zully Guamán, Sofía Carló y Estefanía Solórzano, alumnas de Elghoul en La Fábrica, componen junto a Aníbal Páez, de Teatro Arawa, el elenco de Pura, una obra cuyos personajes son más bien representaciones de ritos y costumbres occidentales consagrados.

La obra se compone de escenas que desnudan la mirada sobre la mujer en las dinámicas sociales. Interpretado por Páez, el hombre es un personaje lleno de una violencia cándida, casi inocente, subconsciente, por decirlo de alguna forma, debidamente justificada.

Este personaje se rodea de mujeres maniquíes que plantan su mirada extraviada en el horizonte, y exhiben, constantes, sonrisas que llenan la escena de blanco, de pureza, mientras posan para la foto.

Pura es un viaje por los discursos. Mientras Guamán, Solórzano y Carló se mueven en distintas escenas con una gracia robotizada (Guamán llega a moverse como el conejo de las publicidades de Energizer), la dramaturgia toma carices que abandonan la representación sobre la mujer casadera -el producto final- para abordar sus demonios internos.

Y la obra aborda también temas como la tensión del coqueteo, que carga acaso una prohibición sobreentendida de expresión; donde es pecado que una chica evidencie su atracción por el sexo opuesto.

Es que, ya el afiche lleva inscrita la idea de la violencia, con una potencia minimal que recorre a través de un hilo de sangre que se derrama débil desde una minifalda.

Elghoul explica que, en el desarrollo de la dramaturgia, ella y Páez (que era originalmente el director) pensaron mucho en la forma en que la belleza es una suerte de purificación femenina que vuelve a la mujer sublime. “Nos preguntamos sobre la relación entre la sangre y la pureza”, dice. Y cita otras nociones sacralizadas: la virginidad, la circuncisión... ideas que dicen, implacables, que el contacto con lo divino se establece “a través del sacrificio”.

Pero en Pura se aborda también una mirada intolerante que existe también entre mujeres. Es una mirada que condena al placer, o al autoplacer -representado en la obra con una manzana-; una mirada que señala con el dedo y dice “puta”.

La obra se llena de escenas cargadas de símbolos y guiños a la autorrepresión, como si el deseo viajara con cinturón de seguridad.

En un acto de represión sexual, en que la escena se inunda del fondo musical de reggaeton, una de las chicas es castigada por las otras dos, es obligada a renunciar al deseo, es despojada de su manzana, que masticaba con la mirada intranquila de un hámster que come a escondidas.

Con las posturas y las posiciones de las bailarinas -quién mira arriba, quién hacia abajo-, Elghoul sale airosa de sus preocupaciones: “Queríamos dosificar la idea de que solo el hombre es el malvado”.

En Pura, la coreografía -obsesionadamente pulcra- hace innecesaria a la palabra, la desborda. Sus argumentos son maquillar imágenes ensalzadas: el vals en un matrimonio, que el novio baila con una violencia inconsciente pero amorosa. Consentida.

Le sigue una imagen con proyección a tres planos: las bailarinas son puestas, una tras otra, en igual actitud de movimiento mecánico, como si  fueran artículos de reproducción seriada. Un automóvil que se puede llevar al taller.

Aquella idea tiene una particularidad artificiosa y -si se quiere- burocrática, que se evidencia en una de las primeras escenas, cuando un Páez vehemente corta una sandía.

Es una escena que no merece spoiler, que el espectador debe ver por sí mismo, por primera vez, sin que se lo cuenten, porque tiene una fuerza poética estremecedora.

Elghoul enfatiza que dos de las intérpretes no son bailarinas profesionales: una (Carló) es ingeniera comercial y otra (Solórzano) es actriz. Zully Guamán lo es, pero no de danza contemporánea, sino de un registro distinto, la clásica.

Páez habla de experimentar con la no danza como motivo potenciador de la danza. “No bailar significa bailar de otra manera”.

Todas estas manifestaciones, estas ideas que se dicen con el lenguaje del cuerpo, que se dejan adivinar y sentir, dan cuenta de una mirada alienada que no se cuestiona sobre la forma en que ve al otro; a la otra.

Contenido externo patrocinado

Ecuador TV

En vivo

Pública FM

Noticias relacionadas

Social media