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El Telégrafo
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EL AUTOR FUE RECONOCIDO CON EL PREMIO NOBEL DE LITERATURA EN 1990

El poeta en su laberinto

El poeta en su laberinto
29 de marzo de 2014 - 00:00 - Fernando Tinajero, especial para EL TELÉGRAFO

En el panorama de las literaturas modernas no es raro encontrar grandes poetas que fueron también grandes ensayistas. Los nombres de Paul Valèry, Ezra Pound o Thomas S. Eliot vienen inmediatamente a la memoria y son buenos ejemplos; y lo mismo puede decirse, en nuestro ámbito particular, de Jorgenrique Adoum, Jorge Carrera Andrade o Iván Carvajal –sin que el registro se haya agotado ni en el caso ecuatoriano ni en el europeo (entendiendo que Eliot y Pound lo son por adopción). En el horizonte latinoamericano es imposible olvidar, en este contexto, el caso de Octavio Paz, cuyo primer centenario se celebra justamente en este año.

No se trata de una simple casualidad ni de una coincidencia: como Liliana Weinberg ha sabido mostrar con notable perspicacia (Pensar el ensayo, México, Siglo XXI, 2007), entre el ensayo y la poesía existen profundas relaciones que, si no es fácil definir, tampoco es posible ignorar. No solamente que en ambos géneros la subjetividad del autor desempeña un papel fundamental (tan fundamental que los románticos llegaron a hablar del ensayo como de una “lírica de ideas”), sino que, de acuerdo con las observaciones de Pierre Gaudes y Jean-François Louette (L’essai, Paris, Hachette, 1999) el modo de exposición del ensayo se ubica en un territorio intermedio entre la progresión de la prosa, y el retorno de la poesía. Este no es, por supuesto, el lugar adecuado para discutir un problema propio de las teorías literarias de la actualidad; quisiera decir, sin embargo, que al hablar de progresión, los mentados autores aluden a “lo prosaico”, tal como ya Montaigne lo entendía, es decir, la lentitud, la escritura que demora en los detalles pero avanza, el análisis; mientras retorno lleva a pensar en “lo poético” del ensayo, o sea el vigor, la audacia, la variedad, los saltos temporales, el estallido luminoso de la intuición, el replanteamiento de un tema bajo una nueva luz… Ambos procedimientos se encuentran sin duda en el ensayo (cuando lo es de verdad y no se confunde con la pesadez de esos estudios sociales mal llamados “ensayos”), y de ahí que puede hablarse del parentesco entre la poesía y el ensayo, género que Benjamín Carrión, sin olvidar a los ensayistas europeos, estimaba como propio de nuestro continente en la medida en que es indagador, interrogador, inestimable en la exploración de esas realidades nuestras que suelen escapar de las rigideces propias de las ciencias sociales.

LA MILITANCIA Y LA POESÍA DEL ESCRITOR

 Nació el 31 de marzo de 1914 en el Distrito Federal de México. Sus primeros poemas los publicó a los 17 años. Se inició en revistas literarias, posteriormente fundó las propias como Barandal y Taller.
 En 1944 recibió una beca de la fundación Guggenheim, por lo que permaneció algunos años en Estados Unidos, donde también fue parte del Servicio Exterior mexicano y se trasladó a París, donde hace contacto con otros escritores de la época. Luego de su trayectoria y una serie de publicaciones recibe en 1990 el Premio Nobel de Literatura.

 

El caso de Paz es sumamente ilustrativo en este aspecto: sus textos avanzan, en efecto, a través de sus temas, analizan, penetran los trasfondos de las realidades que exploran, pero están casi siempre iluminados por esos fogonazos de la intuición que se disparan de pronto como bengalas y esparcen claridades en amplios horizontes, para sumirlos luego nuevamente en la oscuridad que reclama la concentración intelectual. Más aun, Paz es un autor cuyos textos producen el objeto de su propia reflexión, en un proceso creativo que es capaz de duplicar lo que, a falta de mejor denominación, suele designarse como “la realidad real”.

Si esto puede decirse, por ejemplo, de aquella fascinante figura femenina e intelectual que se configura en las páginas de Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe (1982) –donde se despliega una increíble erudición que pone en juego con soltura informaciones y datos provenientes de la historia, la teología, la psicología o la magia–, en ningún libro aparece con tanta claridad como en El laberinto de la soledad (1950). Escrito poco después de una larga estancia en los Estados Unidos, este libro, que fue la consagración de Paz como ensayista, por así decir, apareció justamente cuando la pregunta por nuestra identidad atravesaba todo el continente bajo una modalidad que buscaba individualizar las identidades nacionales, suponiéndolas siempre iguales a sí mismas, como si fuesen marcas indelebles inscritas en el corazón de los pueblos. Filósofos, historiadores y sociólogos, pero también novelistas y poetas, todos se encontraban en el empeño de debatir sobre tema tan escurridizo y engañoso, cuyas perentorias exigencias no hacían otra cosa que revelar una nueva circunstancia en nuestro ir temporal.

No era, desde luego, una preocupación nueva en nuestro continente: en rigor, había aparecido en forma intermitente a lo largo de nuestra historia, desde las guerras por la independencia hasta el presente. Sin embargo, había adoptado diferentes apariencias en cada circunstancia, ya sean las del debate sobre la forma que debían elegir los estados recién nacidos del proceso independentista, ya los repliegues de las discusiones sobre las modalidades del republicanismo, ya el aspecto agresivo que tuvieron y siguen teniendo las pugnas entre proteccionistas y librecambistas. Sin duda, la apariencia más visible de esta preocupación fue la áspera confrontación de la cultura de raíz occidental con las sobrevivencias y girones de lo vernacular. El “ser nacional” y su supuesta esencia, seguida muy de cerca por los “intereses nacionales”, fueron así los temas que el tiempo impuso a los intelectuales en el segundo cuarto del siglo XX, coincidiendo con los procesos políticos de consolidación de los estados nacionales.

Como bien ha hecho notar Bolívar Echeverría (Vuelta de siglo, México, Era, 2006), el ensayo publicado entonces por Paz pareció adelantarse a las conclusiones que en el mismo momento buscaban los filósofos: en las páginas de Paz se veía el despliegue de los rasgos que se suponen definitorios del mexicano y se toman como caracteres permanentes de su inconfundible “personalidad”. No obstante, como también señala nuestro compatriota, “el mexicano” del poeta no era “el mexicano” que buscaban los filósofos, pero tampoco coincidía con el de los muralistas que habían compuesto la épica de la historia mexicana, pero sobre todo de su Revolución. “El mexicano” de Paz, agrego yo, tampoco se parecía a los múltiples mexicanos reales, de carne y hueso, que muestran una variedad tan abrumadora, que ninguna descripción puede reducirlos a un modelo. Se trataba, por lo tanto, de un producto de la imaginación literaria: era, ni más ni menos, la creación de un personaje.

Sin embargo (y quizá justamente porque se trata de un personaje), el ensayo de Paz ejerce una indecible fascinación en quienes se acercan a sus páginas. Más aun: independientemente del lugar de origen de cada lector, todos hemos creído encontrar en “el mexicano” de Paz ciertas marcadas semejanzas con nuestros propios compatriotas.

El mexicano” de Paz, se trataba, por tanto, de un producto de la imaginación literaria: era un personaje.

Alguna vez, al encontrarnos en Caracas varios escritores de diversos países de nuestra América tuvimos una larga sobremesa en la que cada cual argumentó con energía sobre esa condición especialísima del “mexicano” de Paz, que le permite ser absoluta e inconfundiblemente mexicano, sin dejar por ello de parecerse como a cualquiera de nosotros, tanto como una gota de agua puede parecerse a otra, hasta el punto que tal “mexicano” muy bien puede pasar por peruano, boliviano, colombiano, chileno o ecuatoriano, pues siempre es posible ver en él los temperamentos o conductas que nos son tan familiares en quienes han nacido en la misma tierra que consideramos irrenunciablemente nuestra.

Desde mi punto de vista, este es un aspecto indudablemente poético en el texto de Paz. Lo es porque el lenguaje poético no es propiamente referencial, no tiene ese aspecto de índice extendido que caracteriza a la prosa, en la cual, el lenguaje nos remite siempre a algo que se encuentra fuera de él. Por eso he dicho en otro lugar que el lenguaje de la prosa es como un cristal que nos permite “ver” el mundo con mayor claridad, mientras el lenguaje de la poesía es como un espejo tallado amorosamente por el poeta para verse a sí mismo. Pero, lo mismo que un espejo, cuando pasa a nuestras manos no es el rostro del poeta lo que vemos, sino el nuestro, así como al ver el rostro de “el mexicano”, vemos al vecino que nunca cruzó las rayas fronterizas. Por eso cabe decir que “el mexicano” de Paz no es sino un ejemplo paradigmático de lo que cada país ha construido creyendo trazar de ese modo el perfil identitario “nacional”: un perfil que solo existe en la literatura o en la retórica oficial de circunstancias.

Hay que agregar, sin embargo, por honestidad intelectual, que el penetrante crítico y teorizador de la poesía que nos deslumbra en El arco y la lira (1956) o en Sor Juana, tanto como el perspicaz observador de El laberinto…, deja de ser tocado por la poesía en ciertos textos que, al menos formalmente son ensayos, pero ensayos desprovistos del “duende” de sus textos mayores: me refiero a los escritos políticos de Paz, y aun más precisamente, a los que figuran en Tiempo nublado (1983). No es que en estos textos falte inteligencia; tampoco que permitan el despliegue de una posición liberal moderna, casi coincidente con los presupuestos de la socialdemocracia: aunque una postura semejante no es la mía, admito que Paz estaba en su derecho al adoptarla, y nadie podría reprochársela. Lo que ocurre es que sus textos discurren demasiado cerca de los intereses de los Estados Unidos, y reproducen los criterios de la política de Washington hacia el llamado Tercer Mundo –lo cual no deja de ser digno de reservas muy serias a la hora de establecer el balance del legado intelectual de Paz a esta América nuestra, que fue también la suya. Tanto como en el caso de Borges, será por lo tanto necesario establecer siempre una diferencia entre el extraordinario creador de una literatura perdurable, y el ciudadano que después de haber partido de una actitud verdaderamente crítica, llegó al final de sus días convertido en la contrapartida de su propia juventud. No niego que todo ser humano tenga derecho a modificar sus ideas y a mudar de convicciones; niego en cambio que un intelectual tenga el derecho de hacerlo para servir intereses ajenos, reñidos con la justicia elemental, y aun más que para hacerlo guarde silencio sobre la real naturaleza de ese monstruo devorador que se llama Capital. Esta observación, al fin y al cabo, no hace más que confirmar lo que todo el mundo ya sabe: que nadie es completamente admirable ni puede ser tomado por absolutamente bueno.
La gloria de Paz, que es una gloria merecida, no excluye las sombras que en su obra permiten ver más nítida la luz de un talento singular.

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