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El Telégrafo
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Cuando “No” fue la palabra más positiva para los chilenos

Cuando “No” fue la palabra más positiva para los chilenos
26 de marzo de 2013 - 00:00

Gael García Bernal es mexicano y Pablo Larraín es un director chileno no tan conocido a nivel mundial, tal vez visto como un realizador menor por algunos conocedores del arte cinematográfico, pero entre los dos lograron crear una versión llena de sentido y significaciones positivas sobre el fin de la dictadura de Augusto Pinochet en Chile.

García Bernal se comprometió tanto con su representación del publicista René Saavedra, que aparece los 118 minutos del filme como un chileno más, especialmente en su acento y sus modismos al hablar.

Larraín es el paquete completo: es el director y uno de los camarógrafos de la película de tinte político, todo ello usando como base una obra de teatro escrita por su compatriota Antonio Skármeta.

Larraín, también productor de “No”, es conocido por su segundo largometraje “Tony Manero”, premiado por varios festivales de prestigio en Latinoamérica y en exhibición en el VII Festival Internacional de Cine de Cuenca (2008).

En “No” Larraín explora un poco conocido episodio de la democracia sudamericana y latinoamericana, cuando la dictadura del General Augusto Pinochet transigió en  poner en juego su aceptación popular, para perpetuarse en el poder al menos 8 años más, mediante el plebiscito nacional celebrado el 5 de octubre de 1988.

El filme no solo explica cómo se terminó con un régimen opresor a través de las urnas, desde básicamente la connotación positiva de una sola palabra, sino cómo nació la Concertación de Partidos por la Democracia que puso en el poder a los siguientes cuatro presidentes de Chile, desde Patricio Aylwin hasta Michelle Bachelet.

Muchos han oído de la Concertación y sus triunfos políticos, pero pocos saben que ese poder popular que la sostuvo en el Palacio de la Moneda hasta 2010 provino de una simple campaña publicitaria que en 1988 estuvo forzada a trabajar con pocos recursos y bajo el escrutinio de la dictadura para poner al aire 15 minutos diarios de programación, durante apenas un mes, cuando Pinochet mantenía el control sobre los medios de comunicación de Chile desde su llegada al poder en 1973.

La campaña del No fue superior en técnica a la del Sí: Mejor construcción argumental, mejor filmación, mejor música: su melodía característica en torno a la frase “La alegría ya viene”, era muy pegajosa.

“No” retrata todo el trabajo creativo e intelectual que hubo detrás de esa campaña publicitaria que derrocó, si es que vale utilizar ese verbo, a una dictadura; pero según su director, a través de amalgamas de personajes ficticios, condensamientos de personas reales, creando íconos por cada grupo de personajes reales que vivieron -y ahora revivieron gracias al filme-  la historia del triunfo del No.

Cada uno de los sucesos narrados en “No”, incluso las tomas del making of superpuestas en los créditos, transmiten el positivismo y la alegría que se condensó en aquella campaña del No en 1988, hasta su triunfo y la posterior asunción del poder de Patricio Aylwin luego de unas elecciones libres.

Y si un director es tan bueno como la calidad que muestran sus actores en la interpretación, entonces Larraín es un excelente director, ya que la dupla protagonista-antagonista de García Bernal como el joven publicista en ascenso y Alfredo Castro como Lucho Guzmán, el viejo empresario dueño de la agencia de publicidad y afín al gobierno que termina a cargo de la campana del Sí, es tan buena como la de Superman (Christopher Reeve) y General Zod (Terence Stamp) en 1980.

Nada despreciables son las intervenciones de Luis Gnecco como José Tomás Urrutia, el vocero de la Concertación, Néstor Cantillana como Fernando, el director de fotografía y fiel creyente de la ideología de oposición, el primer actor chileno Jaime Vadell como el Ministro Fernández y Antonia Zegers como la izquierdista y madre del hijo de René Saavedra, Verónica Carvajal.

Son los pequeños momentos los que dotan a “No” del gran sentido que requiere un filme histórico no necesariamente político, pero sí sobre la importancia de un momento trascendental de la historia política chilena y sudamericana, que a la vez demuestra que el marketing y la publicidad son las herramientas comunicativas del mundo actual y probablemente del futuro.

Hay material de primera: Cómo René juega con los trenes de su hijo Simón para desestresarse y concebir mejores ideas para la campaña del No; la discusión sobre un spot en blanco y negro con las familias de desaparecidos bailando y cantando con los retratos de sus familiares sobre la camiseta; los divismos de René, solo calmados por Urrutia; cada conversación y reunión de trabajo en que participan René o Guzmán, mejor aún si están solo los dos; las reuniones para el visionado de los spots del No ya al aire, y René andando por las calles en patineta.

Es al final del filme cuando un plano secuencia en que René patina por las calles chilenas  da el verdadero sentimiento de alegría por el triunfo del No, y el gran cambio político que se avecina en Chile.

Con “No” el espectador le juega al todo o nada, no hay medias tintas. Hay que creer que el Sí puede derrotar al No, aunque históricamente no fue así; que René Saavedra es el único publicista que puede hacer triunfar al No, y que Luis Guzmán es solo un remanente de una derecha ciega que se enquista en el poder mientras los réditos económicos sigan siendo suyos, sin importar las violaciones a los derechos humanos, el silencio de opiniones contrarias o una maquinaria estatal basada en el miedo popular.

Los modismos chilenos dotan al filme de Larraín de un cierto “no sé qué” que no solo lo hace verosímil, sino que lo transforman en una realidad incuestionable.

Si las cosas realmente se dieron como se ve en la gran pantalla, es solo para que los chilenos lo decidan y lo determinen, el resto debemos creer que así fue. Es que la dirección de arte y decoración de sets no dejan un resquicio para negar que la historia realmente haya sucedido como se la pinta en la película.

No ayuda a aclarar la confusión la aparición de personajes de la época, como Patricio Aylwin, interpretándose a ellos mismos. También hay imágenes de archivo en las que las celebridades de Hollywood Christopher Reeve, Jane Fonda y Richard Dreyfuss invitan al pueblo chileno a reflexionar y decidir a conciencia su futuro, mediante el voto en el plebiscito nacional.

El valor de “No” es similar al que se siente cuando el resultado de un examen médico que determinará si uno padece una enfermedad terminal es negativo. Solo en ese caso, y en el extraño devaneo de la política de referendos, plebiscitos y consultas populares, la palabra que expresa la mayor cualidad negativa puede reverdecer de connotaciones, significados, objetos y sentidos positivos.

“No” hace que los tejes y manejes detrás de una elección sean interesantes y entretenidos para quien aprecia el cine. Pero la diversión y el aprendizaje no pueden ser los únicos objetivos del cine, por ello “No” se apoya en otros interesantes pilares como la orientación  y la información para recrear un época muy peculiar.

No son las opiniones lo que más pesa en este filme, sino los retratos, imágenes e hipérboles solapadas las que dan un sentido total de la grandiosidad de un momento que no se percibe en el presente, sino desde el futuro, al mirar hacia atrás y aprender el valor del momento, de la escena, de los hechos.

Larraín tiene éxito como cineasta, porque no intenta dar una lección de política, sino una simple mirada a un momento político clave para Chile. “No” muestra un fragmento de un proceso de cambio, como admite Larraín. El guión de Pedro Peirano cala hondo en el que se atreve a darle más de una mirada a este filme.

La fotografía de Sergio Armstrong, la música original de Carlos Cabezas, la edición de Andrea Chignoli, la dirección de arte de Estefanía Larraín y la decoración de sets de María Eugenia Hederra son los puntales de ese mundo paralelo y real, que aparece en la pantalla de cine, en el que la publicidad es el arma ideal para derrotar la tiranía de un gobierno internacionalmente aceptado, pero nacionalmente repudiado por sus métodos para mantenerse en el poder y silenciar a cualquier oposición que se le presente.

Los 80 están revivos y refritos en “No”, aunque no son los 80 que se vivieron en todos los sentidos, sino en el mundo de la publicidad y de la política nacional de Chile, frágiles realidades que solo se entrecruzaron momentáneamente cuando se convocó al plebiscito de 1988.

De hecho, la película se auto cuestiona cuando en una escena los representantes de la Concertación de Partidos por la Democracia rechazan de plano la idea de propuesta de campaña publicitaria que les presentan Urrutia, Saavedra y Fernando, porque dicen que parece una propaganda de Coca Cola o que esas imágenes los representan a ellos, el silencio, los que ven de lejos al país y no entienden la necesidad del cambio que vendría si ganara el No.

Al final, en el cine, el espectador puede romperse el coco analizando y meditando si “No” es una glorificación del pasado, una lección de historia muy entretenida, un básico y limitado ejercicio de política o una interpelación al presente.

Desde su visualidad lograda al rodar con cámaras de video analógicas de los 80 para conseguir las texturas y colores del cine y la televisión de la época, su gran investigación a partir de la adaptación de una obra de teatro, la película de Larraín busca romper con todo y a la vez completar el rompecabezas que fue la dictadura en Chile.

Ese rompecabezas aún no está del todo armado y quedó inconcluso con la muerte de Pinochet. “No” es un filme poco convencional y nada ortodoxo en que las cualidades dramáticas provienen  de las actuaciones, cuadros y fotogramas.

Y si fue la entrada oficial de Chile a la categoría de Mejor Filme en Lengua Extranjera a los Oscar 2013, debe ser por mucho más que su capacidad para revivir la historia o darle sentido a la política.

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