El estero Salado desnuda sus ambivalencias
Una parte de la llamada regeneración urbana en Guayaquil se extiende de este a oeste, principalmente por la avenida Nueve de Octubre. Allí termina la principal arteria de la urbe para dar paso al puente 5 de Junio. Debajo de él se aprecia el inquieto brazo de mar del océano Pacífico.
Se trata del estero Salado, cuyo paisaje atrae a propios y extraños, junto con el malecón adornado por añosos mangles que le dan vida a un singular entorno. El recorrido no es extenso.
Desde la Plaza de la Música (conocida así porque desde la vista aérea tiene forma de guitarra) se conjugan elementos como fuentes de agua, pérgolas, áreas de comidas y juegos infantiles. El estero, allí, sigue vivo, serpenteante.
Un poco más al sur, el escenario, de a poco, empieza a cambiar, incluso pasando el puente de El Velero, donde el panorama toma otro matiz, menos turístico, aunque el entorno se resiste a mostrar otra realidad.
Una realidad que, indefectiblemente, varía cruzando el puente de la calle 17. El estero ya no es el mismo. Es como si sufriera una metamorfosis, un desdoblamiento. Sus aguas se tornan oscuras y las viviendas a su alrededor ya no presentan el mismo colorido.
La limpieza se ausenta, por las orillas ya no crece el manglar; en su lugar aparece hacinada la basura. Y el olor salobre cede el paso a un olor desagradable.
Una parte del ramal esquiva su ruta hacia el sur y se adentra a la zona de La Chala (suroeste de la urbe). Por las calles 22 y Maracaibo languidece en medio de basura y escombros. Apenas una atrevida garza blanca, con su largo pico, horada entre el fango putrefacto de la orilla buscando alimento.
Esta parte del estero ya no puede más. Llega a la agonía y se corta en forma abrupta en la calle 22. Pero otro tramo del estero se niega a morir y continúa su ruta más al sur. Hacia la Trinitaria. (I)