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El Telégrafo
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Los colegios imponen sus estéticas a los alumnos

Los colegios imponen sus estéticas a los alumnos
26 de abril de 2015 - 00:00 - Andrea Rodríguez Burbano

Primero se decoloró las puntas del cabello para teñirlas de azul añil. Unos meses después, su decisión fue más radical: tinturarlo completamente de color azul.

Ana Paula no era la única joven del colegio que lucía su cabello de un color llamativo. Su familia aprobó el cambio, así que no dudó en ponerse en manos de una peluquera para que reemplazara su tono castaño claro por un azul intenso. Su tez blanca le favorecía, así que cuando constató el resultado frente al espejo, quedó encantada.

Posteó su fotografía en Facebook y los comentarios que siguieron a la publicación la motivaron aún más. Su ansiedad iba en aumento conforme se acercaba el día de regresar a clases, luego de un largo feriado.

El día llegó y al ingresar a clases fue inevitable que comentaran el cambio. A la mayoría les gustó, pero solo pudo lucir este look una semana, pues el rector del colegio la llamó a su oficina para decirle que el color de su cabello era “antinatural” y sugerirle que se lo cambiará por un color menos llamativo. En un comienzo no supo cómo reaccionar.

“Al principio me sentí full mal, pero luego me dieron como iras, porque no es su cabello, sino el mío”, dice la estudiante.

En su casa no recibieron bien la noticia, pero consideraron que lo mejor era que aceptara la “sugerencia”, porque asumieron que si no lo hacía, seguramente las autoridades del colegio buscarían un modo de sancionarla. Un par de días después, volvió a pintarse el cabello de color castaño. Estaba desanimada. Para su madre, Monserrat V., ninguna persona, aunque sea la máxima autoridad del plantel educativo, puede prohibir que una alumna se pinte el cabello, porque es una decisión anacrónica y conservadora. Además, considera que, de algún modo, fue una situación humillante para su hija, porque socava las libertades individuales.

Para el antropólogo e investigador de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, Xavier Andrade, los límites de la disciplina escolar que se relacionan con la apariencia de los estudiantes deberían restringirse a los códigos de vestido. “Para ello, las escuelas tienen uniformes, pero el intentar disciplinar el cuerpo de los sujetos es excesivo y discriminatorio para quienes, por una u otra razón, optan por jugar con su apariencia de maneras creativas”, explica. Considera un abuso de poder que afecta, de manera, directa a ciertos estudiantes y a su experiencia educativa.

“El colorearse el pelo es solamente una extensión de formas de adorno personal que son múltiples. La prohibición redunda en el crecimiento de la brecha entre la escuela y los estudiantes”, señala. Cuando Ana Paula recuerda el hecho, se arrepiente de no haber asumido una actitud menos sumisa frente al rector. “Cuando lo pienso, me digo, por qué no le dije: “¿De qué color le gustaría que me pinte o cuál es su color preferido, señor rector?”, comenta la joven.

Su caso nunca fue debatido en el colegio; solo sus compañeros de aula, al igual que su familia, se enteraron de lo sucedido, pero nunca trascendió.

Sus padres están convencidos de que la imposición de mantener un color de cabello “natural” es un patrón estético excluyente. A través de estas expresiones, los jóvenes afianzan su identidad, pero ¿qué ocurre si se ven imposibilitados de jugar con su imagen?

Según Andrade, el sistema disciplinario de la escuela impone sus normativas sobre aspectos que no le corresponden, ya que entra en el orden “absolutamente subjetivo” de lo que es o no apropiado e impide la expresión de los estudiantes como individuos. Considera, además, que el tinturarse el cabello o usar uno u otro tipo de moda no redunda necesariamente en construir una forma diferenciada de identidad.

En muchas otras épocas, las modas juveniles han motivado sospechas y reacciones de otras generaciones, pero a la postre logra imponerse el cambio. “Podrán intentar reprimir a los estudiantes, pero ellos y la sociedad a la que obedecen como ciudadanos, ya está inmersa en procesos globales de cambio”, insiste el académico, quien considera que como profesor está obligado a ver a sus estudiantes como individuos y sujetos pensantes, lo de su moda es un asunto propio y altamente idiosincrático.

Para el investigador, está claro que los establecimientos educativos manejan sus propias normativas y códigos que difieren de los que tienen muchos jóvenes, porque la escuela intenta hacerlo calzar en un molde y disciplinar a los sujetos, mientras que ellos, durante ciertas etapas de sus vidas con más fuerza que otras, reposan en la moda y en la modificación corporal con ciertas formas de expresividad que, siendo personales, son al mismo tiempo sociales.

Hay establecimientos educativos en los que las prohibiciones a las libertades individuales son más palpables. Fernando García recuerda que cuando cursaba el último año en un colegio dirigido por jesuitas le obligaron a cortarse el cabello. Las razones se debieron a que, de acuerdo con el criterio del inspector que supervisaba el ingreso de los alumnos, su cabello era demasiado largo para entrar a clases.

El cabello corto, la ausencia de aretes y la obligación de la corbata en los varones, así como la prohibición de maquillaje en las mujeres predominan en muchos planteles educativos, donde el uso de uniforme es obligatorio.

Aunque los colegios mantienen estas normas y esperan que todos las acojan a rajatabla, nadie ha demostrado que el cabello largo y el uso de aretes en los chicos o el maquillaje en las chicas tengan una relación directa con la disciplina o el rendimiento escolar.

Sobre esta prohibición, que no es exclusiva de Ecuador, también se han pronunciado jóvenes de otros países. En Facebook, en la página El largo de mi cabello no define mis notas ni me define como ser humano, jóvenes costarricenses debaten sobre el tema.

Esta comunidad fue creada precisamente para defender y apoyar a los estudiantes, que, con cierta regularidad, son acosados por sus profesores para que se corten el cabello.

Un caso al respecto se registró hace algunos años en España, donde el estudiante Nicolás Febles tuvo que cambiarse de colegio, porque decidió teñirse el cabello.

Sobre este tema, la socióloga Alejandra Delgado, profesora de la Pontificia Universidad Católica, explica que con frecuencia todos los seres humanos aprenden a moverse dentro de una normatividad social y los establecimientos educativos no están libres de esta.

Cada establecimiento educativo muestra sus diferentes tendencias pedagógicas en el momento de orientarse hacia el cumplimiento de estas normas.

La académica advierte que hay muchos planteles educativos donde se privilegia la incorporación de la disciplina como parte constitutiva de la personas.

“Hay colegios que ‘educan’ a sus alumnos para que puedan vivir en comunidad, a través de la disciplina, la prohibición y la restricción. Aquí entramos en la paradoja de la libertad, mientras más disciplinado está más libre para tener más oportunidades en la vida”, recalca Delgado.

Es un hecho que las actuales generaciones están muy sobrecargadas con los mandatos sociales. Según la socióloga, a los jóvenes se les exige ser personas estéticamente bellas, socialmente triunfadoras e intelectualmente brillantes. Este último componente se enmarca en el paradigma de la excelencia. Ante tantas expectativas, la respuesta de las instituciones s educativas es prácticamente la misma: formar ciudadanos que calcen en una sociedad donde hay normas que seguir. Al restringir el maquillaje, las perforaciones (piercing), el cabello teñido de tonos llamativos, el plantel educativo solo consigue reafirmar el proceso disciplinario.

El reto —dice Delgado— es lograr que los estudiantes sean capaces de asimilar la normatividad para que sean “socialmente exitosos”.

Nos guste o no, este no es un problema exclusivo de los colegios, sino de la sociedad en su conjunto.

Según Delgado, estas imposiciones solo consiguen acentuar los conflictos intergeneracionales, porque no permiten una relación armónica; solo contribuyen a la confrontación.

Cuando las reglas del juego son impuestas y tienen el carácter de obligatorias, los jóvenes forcejean contra esta normatividad. La socióloga está convencida de que siempre será mejor propiciar un diálogo saludable, aunque la sociedad aún no sea capaz de comprender las nuevas formas de ser joven.

Siempre habrá tensiones, porque en cada época los jóvenes usan diferentes recursos para afianzar su identidad. La búsqueda de esta identidad se manifiesta en la forma en cómo se visten, se peinan y en los colores que escogen para pintarse el cabello.

Especialista

“Los reglamentos se tornan muchas veces en instrumentos de castigo”.

Gonzálo Ordóñez
Docente de la Universidad Andina Simón Bolívar

Las primeras preguntas que deberíamos plantearnos es ¿quién juzga? y ¿con qué criterios se juzga? Si anteponemos un juicio religioso, se aclaran y se ocultan las cosas. La religión marca ciertos criterios de virtud que solo son operativos para cada institucionalidad religiosa y para nadie más.

La felicidad debe buscarla cada persona y si determinados patrones estéticos le hacen feliz, entonces ¿por qué prohibirlos?

El Estado no debería imponer a una persona lo que le hace feliz y menos si este sentimiento está relacionado con el control de su cuerpo. Esta sensación de felicidad no proviene de una idea ni del pensamiento sino del cuerpo, del organismo y esto se aplica cuando una persona elige tatuarse o cuando escoge seguir una carrera.

Cuando el Estado trata de intervenir en los cuerpos, impide la autorrealización. ¿Por qué deberíamos preguntarnos sobre lo que hacen los jóvenes con su cuerpo? Su ejercicio de la libertad está precisamente en eso. Si decido tatuarme o teñirme el cabello, la responsabilidad es con mi cuerpo, con nadie más.

Este tema también exige madurez para tomar ciertas decisiones que implican elementos de la convivencia. Hace poco vi en una revista las fotografías de unos niños que desfilan por una pasarela, mientras lucen algunos vestidos. Como se trata de su entrada al mundo del consumo, la sociedad no dice nada, pero sí “caen a palos” a quienes usan un piercing o se hacen un tatuaje. Este es un tema de derechos y libertades y se suele confundir la normativa institucional con el juzgamiento moral. Las tradicionales juntas de curso son parte del temor y del miedo que impone el mundo adulto al joven y a su entorno que le resulta desconocido.

Como las autoridades educativas no saben muchas veces lo que los estudiantes sienten, suelen preguntarle, desde el mundo ‘intelectual, ¿y qué crees tú sobre lo que estás haciendo? En ese contexto, los jóvenes también responden, pero desde su propia visión del mundo. De alguna manera, podríamos afirmar que los adultos envidian la libertad de esos cuerpos, la creatividad con la que se expresan y la seguridad que proyectan.

Por otro lado, los reglamentos se convierten en instrumentos de castigo. Me parece que es necesario promover en los establecimientos educativos, el concepto de compensación, porque cuando un estudiante, por ejemplo, agrede a un profesor, la expulsión se convierte en la única solución. Pocas veces existe una reflexión sobre ¿cómo se sintió el profesor y cómo compensó esa reacción?

No se promueve el reconocimiento de la existencia del otro, no hay empatía. Al reconocer al otro, podemos valorar sus formas de expresarse. Los colegios solo se han enfocado en normar el cuerpo que consideran extraño.

ELLOS Y ELLAS

*Los jóvenes habitan en un mundo complejo y cambiante. Muchos se organizan en espacios propios donde se acepta la diversidad de expresión y comunicación.

*En muchos casos, la estética de los jóvenes está enmarcada por la cultura del cuerpo, más allá de que en dicha estética se plasme o no la belleza.

*Una estética particular, según los sociólogos, representa una experiencia significativa que relaciona, visibiliza y proyecta.

*El discurso de la ‘normalidad’ configura un lienzo que cubre las diversidades que existen, generalizando a los jóvenes en función a determinadas características particulares, que excluye a quienes no cumplen con ellas.

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