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El Telégrafo
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El trabajo sexual al borde de la tercera edad (Galería)

El trabajo sexual al borde de la tercera edad (Galería)
09 de noviembre de 2014 - 00:00 - Andrea Rodríguez

Tiene la apariencia de una abuela recatada. Lleva anteojos y el pelo recogido hacia atrás. Calza zapatos bajos y casi no se ha maquillado.

A sus 59 años, Margarita Caiza, oriunda de Riobamba, todavía ejerce el trabajo sexual, un oficio que le ha permitido ganarse la vida desde que tenía 17 años. Tiene 4 hijos y 8 nietos que le alegran la vida. Sus 2 hijas también son trabajadoras sexuales, una de ellas labora en Cuenca y, antes de partir a esta ciudad, le encomendó que le cuidara a su hija de 3 años. La pequeña le robó el corazón a su abuela, quien logró organizar su tiempo entre el trabajo sexual, el cuidado de su hogar, la atención a su nieta y las tareas como promotora de salud para el Fondo Mundial de lucha contra el Sida. Cuando comenzó a ejercer este oficio vivía en Guayaquil, después de independizarse de su familia que residía en Riobamba. Comenzó a trabajar en una casa de citas cuyo nombre ya olvidó. “En esa época yo era bien jovencita y era bien ingenua. Ya sabe, como era de la Sierra era medio tímida y eso encantaba a los clientes”.

Confiesa que siempre le gustó vestirse bien, comer en buenos restaurantes y llevar una vida holgada sin privaciones. Al dedicarse a esta actividad consiguió lo que buscaba y salió adelante. “Trabajé y trabajé mucho y hasta ahora vea”. Recuerda que en una etapa de su vida se dedicó al alcohol. “Creo que un tiempo se me distorsionó el cerebro y caí en lo bajo”. Fue víctima de violencia como muchas de sus compañeras. La agresión provenía de los dueños de los burdeles, de la Policía y, por supuesto, de los clientes. “No somos delincuentes para que nos traten mal”. Hace algunos años abandonó el night club donde laboraba en Machala para trabajar por su cuenta, cuando la llaman o cuando tiene ganas de salir a la calle. “Ya no voy al night club porque allí solo contratan a jóvenes que tienen ciertos atributos y yo ya no tengo eso”. Sabe que no puede competir con las más jóvenes, pero eso no le preocupa. Ella tiene algo que las otras no: experiencia.

Mientras se arregla el cabello, confiesa que algunas de sus compañeras nunca se preocuparon por mantener la figura y como dejaron de ser atractivas cobran $ 4 o 5 por un encuentro que dura entre 15 y 20 minutos. Desde que ejerce el trabajo sexual ha procurado cuidarse y confiesa que utiliza el condón femenino. Entre sus clientes hay jóvenes de 18 años en adelante. “Nosotras las mujeres ya maduras les escuchamos cuando los clientes nos cuentan sus problemas, por decirle, sus penas. Aparte de trabajadoras sexuales somos como psicólogas”. Antes del encuentro sexual —comenta— da masajes y después van a la cama. En las calles hay mucha competencia; solo en Machala —afirma— hay más de 60 mujeres de la tercera edad que ejercen el oficio. Algunas acuden a los prostíbulos para ejercer su actividad, otras prefieren alquilar una habitación en hoteles donde el costo de la cama es de $ 2.

Margarita solo trabaja sábados y domingos. “Mi hijo mayor ya no quiere que salga, pero yo a veces me doy mis escapadas”. En algún momento, dejará de trabajar, porque quiere dedicarse más a su tarea como promotora en la lucha contra el sida. A mediados de octubre, Margarita estuvo en Quito para asistir al panel ‘Trabajo Sexual y Derechos Humanos: reflexiones desde sus protagonistas’, organizado por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso). A este encuentro también asistió Lourdes Herrera, una trabajadora sexual oriunda de Milagro, en la provincia del Guayas. Ella comenta que en los burdeles del barrio de tolerancia de la Ciudadela 22 de Noviembre, en Milagro, hay una tarifa convenida de $ 10, pero hay mujeres que por necesidad la reducen a la mitad. En este sector, funciona el prostíbulo conocido como Las Orquídeas, donde, según ella, solo trabajan ‘niñas tuneadas’.

“Allí solo van las más jóvenes de 18 hasta 30. Las clasifican por edades. También hay prostíbulos donde sí nos reciben a las que ya no somos tan muchachitas”.

‘Para todas hay trabajo’

María Quintuña, presidenta de la Asociación Mujeres con Esperanza al Futuro 24 de Mayo, ejerce el oficio hace 30 años. Ahora tiene 52 años. En ocasiones, atiende a muchachos de solo 18 años que están dispuestos a pagar por su experiencia. Una de las principales dificultades a las que se enfrenta es la escasez de lugares donde laborar. “Con nuestras compañeras le pedimos al Gobierno que nos dé un lugar adecuado, digno y con todas las comodidades para poder ganarnos la vida”. A veces se ven en apuros cuando les niegan la entrada a alguno de los hoteles en el Centro Histórico de Quito, pero después de tanto buscar siempre encuentran un lugar donde pueden alquilar una habitación.

Después de dedicarse a esta actividad durante 3 décadas, está convencida de que este era el mejor trabajo que podía conseguir para solventar todos los gastos de sus 5 hijos. Cuando empezó a trabajar ya tenía 3 y estaba separada de su pareja, así que tenía que ganarse la vida para cubrir los gastos familiares. Dice estar orgullosa, porque una de sus hijas se graduó de la carrera de Ingeniería de Sistemas. Tiene otra hija que pronto finalizará los estudios secundarios y sus otros 2 hijos van por el mismo camino. “Todos han salido adelante por medio de mi trabajo”. Procura trabajar 2 horas en la mañana y 2 o 3 en la tarde, porque debe atender su hogar.

Como toda madre de familia siempre está pendiente de ellos. Les prepara el desayuno, el almuerzo y la merienda. Cuando regresa a casa casi antes de las 19:00, disfruta de la compañía de sus hijos, pero también tiene tiempo para participar en diversas organizaciones que luchan por los derechos de las trabajadoras. “Necesitamos ser reconocidas para que nadie se atreva a discriminarnos”.

En innumerables ocasiones, ha sufrido agresiones de todo tipo. Muchas de ellas, como en el caso de Margarita Caiza, provienen de los clientes. “No saben respetarle a uno, algunos hasta quieren que por la misma tarifa hagamos otras cosas de las que no hablamos. Son abusivos, nos tratan mal”. En un solo día, María puede atender hasta 10 clientes. Con los ingresos que obtiene cubre los gastos familiares. Solo por el arriendo de una pequeña vivienda paga alrededor de $ 250. Aunque su oficio no es fácil, asegura que cada mujer tiene la libertad de elegir el tipo de vida que quiere llevar y si esa elección no afecta el derecho de otros, debe ser aceptada sin ser discriminada.

Algunas trabajadoras de la tercera edad aún laboran en burdeles; otras prefieren alquilar una habitación en un hotel para atender a los clientes. En algunos casos, no encuentran con facilidad una cama de alquiler. La mayoría empezó a ejercer el oficio desde la adolescencia. En múltiples ocasiones han sido víctimas de maltrato.

Karina Bravo, actual coordinadora de la Plataforma Latinoamericana de Personas que ejerce el trabajo sexual, Capítulo Ecuador, explica que hay mujeres que por su edad avanzada ya no cobran lo mismo que cuando eran jóvenes. “A veces solo fijan un precio de $ 3 y $ 4. En ellas, se deteriora bastante el trabajo sexual”.

Aun así —asegura— esta actividad representa un ingreso para ellas. “Aunque sea de 3 en 3 reúnen la platita para mantener a sus familias”. Una de las mayores preocupaciones para mujeres que sobrepasaron los 50 años y siguen ejerciendo este oficio, es el tema de la jubilación. Como no están afiliadas, porque el trabajo sexual no está legalizado, no pueden asegurar su vejez. Carmen V., trabaja cerca de la Plaza Grande, en el Centro Histórico y varias veces ha querido dejar el oficio porque ya “es hora de descansar, ya no soy la misma”. Asegura que tiene 58 años, pero algunas de sus compañeras comentan que suele restarse por los menos 5.

Es una veterana en el oficio y ha sorteado los riesgos que conlleva el trabajo en la calle, siempre expuesta a los insultos y a las miradas reprobatorias que provienen, sobre todo, de los transeúntes. A ella le tiene sin cuidado lo que digan los demás. “Este es nuestro trabajo, así nos ganamos la vida”. Se dedicó a esta actividad obligada por la necesidad. Sus padres estaban lejos y en la capital se le cerraron muchas puertas cuando llegó. Quiso buscar el apoyo de un familiar cercano que se había radicado en la ciudad, pero él se negó a apoyarla. Al principio, cuando aún no cumplía los 20 años, empezó a trabajar en locales nocturnos y después salió a las calles. Por ahora tiene que conformarse con lo poco que recibe por cada encuentro sexual. A veces son $ 3 y cuando tiene suerte $ 5.

Todo tiene un valor

Para la ecuatoriana Zaida Betancourt, médico salubrista con estudios de género, el trabajo sexual tiene varias aristas. Una de ellas debe ser analizada desde la perspectiva económica, porque, a su criterio, al estar en un sistema capitalista donde todo se vende y se compra, el cuerpo de la mujer también tiene un valor. De acuerdo con este enfoque, el cuerpo tiene que ser vendido en las mejores condiciones como lo impone el sistema capitalista y patriarcal. “Es una lógica perversa, pero así funciona. Cuando estas mujeres son jóvenes ganan súper bien, pero cuando los años pasan y se notan, estos se reducen y la actividad declina, porque el cuerpo ya no es el mismo”.

Lo más perverso —recalca— es que estas mujeres no tienen derechos y como no está legalizada su actividad, sus condiciones de trabajo se deterioran, porque no tienen una jubilación.

La especialista precisa que el Estado cobra impuestos a los burdeles, pero no vela por los derechos de las trabajadoras sexuales.

“La voz de estas mujeres es importante. Hay que legalizar el trabajo sexual, porque eso les daría mejores condiciones laborales. Muchas mujeres han dedicado su vida a este oficio, pero sienten que están totalmente desprotegidas, a pesar de que hay muchos colectivos de mujeres que se preocupan por su situación. “A nadie le interesa cómo nos sentimos y encima no les interesa reconocer nuestros derechos”, dice Margarita Caiza, quien está segura de que las trabajadoras sexuales aún deben seguir luchando no solo en Ecuador, sino en muchos otros países, porque la discriminación no ha sido superada.

TESTIMONIO

‘Mi madre es trabajadora sexual y yo también’

“Me llamo Cinthya Navarrete y soy mexicana. Ejerzo el trabajo sexual, al igual que mi madre Alejandra Gil. Ella tiene 65 años y continúa ejerciendo el oficio, porque es una mujer muy orgullosa de lo que hace, al igual que yo. En mi país, al igual que en otros de América Latina, este trabajo no está libre de peligros. Muchas mujeres han sido víctimas de violencia. En 2006, el Gobierno del Distrito Federal de México, habilitó una casa hogar para las mujeres de la tercera edad. Se llama Casa Xochiquetzal y se creó en 2006. El objetivo de este proyecto era dar un hogar a aquellas mujeres que se dedicaron al trabajo sexual y que al llegar a la vejez permanecían en la calle. Si buscamos información sobre este proyecto en Internet, veremos que muchas de estas mujeres eran excluidas de la sociedad y de sus propias familias y, por eso, se veían obligadas a pasar la noche en calle. Las trabajadoras sexuales debemos luchar por nuestros derechos, eso está claro, pero hay que organizarse.                                    

Cinthya asistió a un panel en Quito donde se trató el tema.

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