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Lo que leemos es lo que somos: Todas las bibliotecas son bizarras

Lo que leemos es lo que somos: Todas las bibliotecas son bizarras
Foto: Takahiro Taguchi / unsplash.com
30 de junio de 2018 - 00:00 - María Fernanda Ampuero. Escritora

El actor, director de cine y escritor estadounidense John Waters nos dejó uno de los más grandes consejos, un pilar fundamental de conducta, La Ley o —como él diría— un fucking mandamiento. Waters dijo: «Necesitamos que los libros vuelvan a ser bacanes. Si te vas con alguien a su casa y no tiene libros, no te lo tires» (la traducción, je, je, es mía).

Los que amamos los libros, sin conocerlo, hemos acatado desde muy jóvenes el mandato del divino Waters. Somos impúdicos a la hora de revisar las bibliotecas de los demás y digo impúdicos porque mirar tan descarada, tan escrutadora, tan violentamente, tiene algo de obsceno. La gente se revela en sus libros, se abre de piernas, queda expuesta. Somos lo que leemos o quizás debería decir leemos lo que somos.

No hemos construido nuestras bibliotecas. Son ellas las que, libro a libro nos han creado. Y esto, aunque creamos lo contrario, tiene mucho más de carne que de intelectual.

Qué erótico que una mirada atenta descubra en una biblioteca ejemplares de un Sade, una Anais Nin, un Henry Miller, una Safo, un Sacher Masoch, un Las edades de Lulú de Almudena Grandes, un Historia del Ojo de Georges Bataille o un La historia de O de Pauline Réage. Qué irresistible encontrarse con la mirada de la anfitriona o el anfitrión luego de nuestro paseo por la desnudez de sus ejemplares: sé lo que leíste, yo también lo he leído.

Conocer las bibliotecas de los demás es conocerlos —leerlos— a ellos.

En estos días cayó en mis manos un libro maravilloso. Se trata de Biblioteca Bizarra de Eduardo Halfón, escritor guatemalteco no demasiado conocido por nuestras tierras, una insensatez que debe ser solucionada de inmediato, a la voz de ya. Biblioteca Bizarra, publicado por una editorial que hace trabajo de orfebrería con sus libros deliciosos, Jekyll & Jill, es una compilación de impresiones, de escenas, de reflexiones, de poemas —no sé en verdad cómo llamarlos— que hace el autor sobre las bibliotecas que ha visitado, que ha soñado, de las que ha escuchado o la suya propia, la biblioteca bizarra que es la vida de cada hombre y cada mujer.

Con esta delicadeza, con este enamoramiento, le escribe a su hijo todavía en el vientre: «Williams (se refiere a Williams Carlos Williams, el poeta estadounidense, a quien está traduciendo mientras su bebé se gesta) en su autobiografía, confiesa que como escritor había sido un médico, y que como médico había sido escritor. Y yo te veo en las palabras, Leo. Te siento en las palabras. Tú aún no existes, pero en las palabras eres mi hijo».

Halfón es alguien que escribe y a la vez dibuja, aunque, como él mismo dice, «dibujar es el arte de la mirada. Hacer literatura es el arte de manipular el recuerdo». Por las páginas de su libro aparecen un ebanista guatemalteco que construye con manos secas de artesano objetos sin importar el destino que tendrán: «igual podrían estar trabajando madera para una vanidosa estantería literaria que para la puerta de un burdel», un coleccionista excéntrico que escribe los libros de ficción de los autores de ficción de Borges, Italo Calvino o Edgar Allan Poe, o su abuelo polaco, testigo de una quema de libros nazi:

Acaso no le importaban los libros. Pero aquella tarde lluviosa, bebiendo whisky y contándome de los soldados alemanes que quemaban libros en una calle oscura de Lodz, él estaba conmovido, o al menos parecía conmovido. Quizás por el whisky. O quizás por la imagen tenebrosa y encendida de las llamas en aquella noche polaca. O quizás porque entendía que aquellos soldados alemanes estaban quemando mucho más que una biblioteca.

Esta pequeña joya gozosa, puro libro y pura vida, que es el de Halfón, me ha llevado a pensar en mi propia biblioteca, esa que empezó con un ejemplar enclenque y de papel grosero de El Fantasma de Canterville que mi papá, más aliado del ahorro que de la bibliofilia, compró de segunda mano en Nuevos Horizontes.

Mi mamá, para que yo dejara de llorar de la vergüenza de ser pobre y de tener que enfrentar mi libro monstruoso con los de papel blanco de mis compañeras, lo forró con papel de regalo de conejitos. Cuando lo leí me olvidé de su fealdad. Me enamoré, pues, y fue, como todo amor, un milagro.

El fantasma fue el primero de cientos y cientos de libros que he ido acumulando en las bibliotecas de mis casas de diferentes ciudades.

Hoy, que me estoy deshaciendo de ellos a puñados, pienso que quizás es un signo de madurez dejar ir lo que se amó tanto. O que quizás se trate más bien de que estoy haciendo hueco para ese libro que llegará, silencioso y fulgurante, como llega el amor. (O)

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