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El Telégrafo

La feliz oposición

07 de octubre de 2012 - 00:00

Si tuviéramos que atenernos al más puro e inteligible concepto de lo que es una oposición política, lo más acertado sería que la asumiéramos como el disentimiento a una postura de gobierno expresada en críticas o impugnaciones que, generalmente, tiene como raíz la pérdida del poder de quienes fueron derrotados electoralmente a manos de los que, justamente, lo ejercen.

Precisión que fundamento en un Estado democrático y en el libre juego eleccionario de partidos y movimientos políticos en un marco de diversidades o de coincidencias doctrinarias, en el que liderazgos dominantes pueden hacer la diferencia.

Su conducta es el resultado del ejercicio de libertades y derechos como consecuencia del proceso de formación de voluntades políticas conforme a ideales o doctrinas que se traducen en proposiciones o formas de asumir las demandas sociales. Válida consideración que hace P. Muchnik en su reseña “Kant y la antinomia de la razón política moderna”: La libertad para investigar, publicar o discutir valores fundamentales (religiosos y morales) depende, en última instancia, de su efecto en la sociedad y sus miembros.

La distancia que hay entre lo controversial fundamentado en ideales y la irracionalidad que parte de la inconformidad derivada de la derrota, es que el primero se sostiene en formalidades de respeto y aceptación de consecuencias que, aun insistiendo en cambiar el estado de cosas a su buen entender -dentro de los cauces acordados-, no persigue ni pretende la destrucción del Estado; en tanto en lo segundo se adopta, muy a menudo, una función obstruccionista que está por encima de lo que debe ser una oposición competitiva. No dejar gobernar para así asegurar el triunfo en próximas elecciones. La transparencia, o no, de los actos privados de sus miembros, vistos a la luz pública, es la medida de sus intenciones.

Pero no faltan seguidores históricamente cautivos y políticamente perezosos, “electores inocentes víctimas del voto” como los califica José Ingenieros, que sin ser comensales invitados y peor conocedores de las intimidades y verdaderos afanes de quienes dirigen esas tiendas políticas, no solo votan, sino que, además, piensan que se merecen el respeto y la aprobación a todo lo que digan y hagan.

Poco es lo que podemos hacer frente a esto, y siempre será válido todo esfuerzo por salir al paso en defensa de lo que creemos y, terminar, además, con cada añagaza creada, como aquellas de culpar al mandatario por las negligencias y latrocinios que ocurren en la función pública, como si todo el daño causado e indecencia habida en más de treinta años, en un ir y venir de doce de presidentes, puede repararse y corregirse, en su orden, en apenas un gobierno. No hay duda de que hay quienes cruzan el bosque y solo ven leña para el fuego.

Claro que cuidadosamente están a pie juntillas: a) ciertos empresarios de diferentes tamaños, sabores y colores -mañosos y tramposos de toda estirpe-, que saben y temen no poder seguir evadiendo su compromiso con la sociedad de la que usufructúan; y b) los inocentes sin pecado alguno, víctimas del temor que los primeros ejercen.

Finalmente, ya no la clásica oposición política, sino algunos resabiados, remolones y desprevenidos envueltos en su ignorancia y pocos afecto al discernimiento, se oponen y vociferan contra el gobierno de turno porque, como inculca aquella sabia sentencia: “De todos los animales de la Creación, el hombre es el único que bebe sin tener sed, come sin tener hambre y habla sin tener nada que decir”.

Atentamente

Vicente Nevárez Rojas

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