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El Telégrafo

El 12 de octubre de 1492

12 de octubre de 2012 - 00:00

En la víspera, 11 de octubre, todo denotaba, sin ninguna duda, que había tierra cerca. Los marineros estaban muy exasperados. A las dos de la madrugada del 12 de octubre de 1492, Rodrigo de Triana gritó que a lo lejos se divisaba tierra. En las tres carabelas se arriaron las velas y se esperó con impaciencia el amanecer. Por la mañana se vio la tierra que Cristóbal Colón caracterizó en la anotación del 13 de octubre, así: “Esta isla es bien grande y muy llana y de árboles  muy verdes, y muchas aguas, y una laguna en medio muy grande, sin ninguna montaña”.

Treinta y tres días había durado la travesía del Atlántico. Colón, como Almirante de la Océana y Virrey, desembarcó en la orilla con dos capitanes, un notario y un interventor real; enarboló la bandera de Castilla y tomó oficialmente posesión de la isla, levantándose el acta notarial del hecho. Los aborígenes llamaban a su isla Guanahaní, pero Colón le puso el nombre de San Salvador, que hoy es el de una de las Bahamas.

La historia de la civilización humana abunda en acontecimientos que cambiaron radicalmente el desarrollo de uno u otro país, incluso del mundo en general. En la cadena de estos acontecimientos ocupa un lugar singular el “descubrimiento” del Hemisferio Occidental por la expedición de Cristóbal Colón.

Este 12 de octubre se cumplen 520 años desde que el gaviero de la Santa María gritó: “tierra”. No importa que el propio Colón creyera que había descubierto la ruta occidental a las Indias, sin sospechar el auténtico carácter de este “descubrimiento” geográfico, el más grande de aquella gloriosa época, en que la humanidad iba conociendo su morada en el espacio infinito: el globo terráqueo, que a la sazón parecía inmenso.

No solo Colón, ninguno de sus contemporáneos ni nadie de los que en pos de él prosiguieron la exploración del  “revés” de la Tierra preveía y, naturalmente, no podía prever las consecuencias históricas verdaderamente globales que tendría la expedición de las tres carabelas. Se ha escrito mucho sobre estas consecuencias y si incluimos los problemas relacionados de una u otra forma con el Nuevo Mundo resulta difícil llegar a conclusiones ciertas. En este nuevo aniversario volvemos la mirada al pasado que ejerce una influencia gigantesca sobre el presente. Estas consecuencias del encuentro de dos mundos han ido aumentándose.

Las grandes culturas indígenas que encontraron los navegantes fueron altamente desarrolladas; habían creado en las selvas tropicales, desde el Sur de México hasta la Patagonia, las más brillantes y altamente desarrolladas civilizaciones del nuevo mundo, inventado un calendario solar muy exacto, una escritura jeroglífica, que aunque complicada era escritura; predecían con seguridad los eclipses del Sol y de la Luna, alcanzaron una sorprendente perfección en la arquitectura, escultura, pintura y en la producción de cerámica; habían creado variados y eficaces sistemas agrícolas, incluido el riego artificial; habían construido decenas de ciudades grandes y muchas pequeñas en la selva, mantenían vínculos comerciales con regiones cercanas y lejanas.

Con el “descubrimiento” de nuestro continente, América se constituyó en una suerte  de esperanza para la humanidad que vio en la fecundidad de su suelo, en su trópico húmedo, en la fuerza torrencial de sus ríos, en su exuberante vegetación, en sus fértiles valles y tupidas selvas y en los mares y océanos que la rodean, la posibilidad de ver cumplidos los sueños de una mejor vida en la bíblica tierra prometida.

Lamentablemente, la barbarie de los conquistadores respecto a los monumentos históricos y culturales de los aborígenes hizo aún más densa la cortina que cubría lo que con tanto esfuerzo pueden restablecer ahora nuestros  arqueólogos y etnógrafos, como por ejemplo, datos sobre la cultura de los incas, aztecas y mayas. Los conquistadores y misioneros, impulsados por el fanatismo y la ignorancia, destruyeron muchas cosas que encontraron en las tierras conquistadas; quemaron manuscritos, fundieron en lingotes objetos de oro y plata, arrasaron ciudades y edificios y, en fin de cuentas, simplemente exterminaron a quienes representaban dichas culturas.

En numerosas regiones, las tribus aborígenes y sus culturas, que se encontraban en distintas etapas de desarrollo, desaparecieron en unos cuantos decenios. Fueron actos de genocidio, tanto más horribles, porque de la faz de la tierra se borraba al ser humano y todo lo que sabía, podía, creaba y sentía. Millones de habitantes del Hemisferio Occidental corrieron esta suerte.  

Kléber Araujo Morocho
0701206260

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