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El Telégrafo

Cartas al Director

12 de agosto de 2012 - 00:00

A propósito de violación a la privacidad...

-Aló, ¿sí?
-Buenos días, ¿con el señor Tomás Morocho?
-Con el mismo, ¿en qué la puedo ayudar?
-¿Usted es el señor Tomás Morocho, portador de la cédula de ciudadanía (...), de profesión (...), estado civil (...) , que vive en las calles (...), en el edificio (...), piso 3, departamento 21, número de teléfono celular (...), que trabajó siete años en la empresa (...) y actualmente labora en la compañía (...)?
-(¿...?) Pu...pues sí, definitivamente soy yo.

-Mucho gusto señor Morocho. Reciba un cordial saludo del banco (...), tenemos el gusto de informarle que usted es uno de los afortunados clientes que ha sido seleccionado para poseer la tarjeta de crédito (...), sin ningún costo ni recargo por la emisión del plástico. Felicitaciones, dígame a dónde desea que se la enviemos.

-Se lo agradezco, pero debe haber un error porque no tengo cuenta en ese banco, tampoco he solicitado esa tarjeta y la verdad es que no la necesito, así que no me interesa.

-¿Pero por qué no la quiere? Permítame enumerarle todos los beneficios que ofrece: le recuerdo que es totalmente gratuita, además, si no la utiliza no tiene que pagar ningún valor por mantenimiento; es recibida en los principales establecimientos del país, farmacias, restaurantes, cines, comisariatos, tiendas de ropa, electrodomésticos, agencias de viaje, etc., también le da la el privilegio de importantes descuentos en todas sus compras, entre muchas otras ventajas. Ah, y puede escoger el color que prefiera en la tarjeta...

-Sí, sí. No le discuto los beneficios que ofrecen, pero le repito que no me interesa.

-¿Cómo que no le interesa? ¿Y ahora qué hacemos con la tarjeta, si ya está emitida?

-Pues ignoro qué harán con ella, y no es asunto mío. ¿O pretenden obligarme a aceptarla? A fin de cuentas, yo no la solicité. Que tenga un buen día... y adiós.

Esta conversación telefónica quizá resulte familiar a muchas personas. Llamadas de ese tipo puede recibir cualquiera que no conste en la temible “lista negra” de deudores en la Central de Riesgo. Llegué a esa conclusión porque durante un tiempo fui miembro de ese popular “club” -mi nombre estuvo allí en calidad de deudor solidario por ser garante- y en ese lapso nunca me llamó ninguna empresa para ofrecerme ni agua.

Pero bueno, el punto no es el ofrecimiento de tal o cual tarjeta de débito o crédito u otro servicio -al margen del “estilacho” que se emplee-, ya que a fin de cuentas puede considerarse halagüeño ser tomado en cuenta para ser partícipe de algún beneficio, lo que me resulta curioso, incómodo y hasta cierto punto preocupante -sin paranoia de por medio- es cómo esos establecimientos -entidades bancarias, tiendas de artefactos para el hogar, e incluso cementerios privados- obtienen los datos personales de posibles clientes.

Pues bien, durante una informal charla entre amigos, salió a relucir este asunto, entonces alguien explicó que aquello era, simplemente, un cruce de información entre quienes tienen acceso a las carteras de clientes en los bancos -esa persona laboró en uno- y que eso es una práctica común a nivel de ventas para conocer la capacidad y nivel económico de potenciales clientes. Es decir que basta tener a algún conocido, no solo en una entidad financiera, sino en cualquier negocio que ofrezca un bien o servicio, para indagar sobre la vida -y quizá hasta milagros- de un ciudadano común y silvestre. Lo de común lo digo porque dudo mucho que a un personaje “fifí” le ocurra algo como esto.

Esto no es nuevo y, a estas alturas, ya se ha convertido en una gran cadena con innumerables eslabones. Si bien es cierto estas llamadas no son frecuentes -por lo menos en mi caso- debo admitir que, desde la primera vez que contesté una, el sentimiento de impotencia al sentir vulnerado mi derecho a la privacidad se mantiene intacto.

Y me pregunto: ¿Quién se responsabiliza de la confidencialidad de esa información, quién controla a los que pueden acceder a ella y, lo más importante, quién me (nos) asegura que no caiga en malas manos? El reciente caso de las firmas adulteradas en la inscripción de movimientos y partidos políticos es otro claro ejemplo.

Tomás Morocho

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