Mejores, pero con propósito
“Somos humanos. Imperfectos. No somos Dios. En lo particular, no pretendo serlo”. Así comencé la columna pasada; y ahora vuelvo a iniciar de esa manera dado que en esta ocasión busco invitar a reflexionar en una idea que muy frecuentemente está siendo reiterada en las terapias psicológicas y en sesiones de coaching: (se le dice a la persona que asiste a consulta) “Tienes que ser mejor”. Dos preguntas que saltan en mi mente: ¿Para qué? Y la interrogante que acompaña: ¿Qué se gana con lograr aquello?. Ambas están conectadas por la finalidad; es decir, el llegar a ser mejor persona. Y las ganancias casi siempre equivalen a “conquista TUS sueños”. Por lo tanto, es posible observar la importancia que cobra y lo delicado que resulta la orientación terapéutica dado que -mayormente lo he palpado- apunta a satisfacer un aspecto exclusivamente personal, egoísta y donde la consecución se asimila únicamente gracias a la “atracción mental”, donde Dios no existe, o, en el mejor de los casos, si existe se lo expulsa de la “receta del éxito“ (éxito visto como una meta personal y vinculado a la obtención de bienes materiales, donde la “felicidad” es vendida como la consecuencia de la acumulación de riqueza solamente para sí -y para el íntimo entorno-).
La visión terapéutica y desde el coaching así descrita, a mi juicio, es limitada y se centra en la obtención de “lo tangible”. Ante esa visión, existe otra, a mi juicio más amplia y más solidaria, y es la que ofrece la ley cristiana. Esta visión socializada hace más de 2000 años con la primera venida de Jesús a la tierra subraya que la finalidad de ser mejor persona radica en la humildad, en el agradecimiento, en el servicio y en la generosidad. Debo manifestar, previamente, que gracias a Dios existen profesionales de la salud mental y del coaching que comulgan con la ley cristiana y comprenden y asimilan el propósito de llegar a ser -y luego perseverar como- mejores personas. No obstante, parece ser que son una minoría.
A la luz de la ley cristiana, para pensar en llegar a ser mejores personas se debe primeramente conocerse a sí mismo a la luz de la humildad. Una pista la brinda San Agustín: “Señor, que yo me conozca y que yo te conozca”. Ese auto-conocimiento es sumamente necesario para poder descubrir los “trapos sucios”, las “sombras” o las “llagas” que se tiene. No para que la persona se quede atrapada en ese proceso, que de paso es doloroso y a veces perturbador. Sí para que la persona pueda identificar que, aún cuando presenta lesiones (obtenidas por el cometimiento de actos equivocados, o generadas por otras personas; todo de manera consciente o inconsciente), y que a criterio de la misma persona aquello le resta valor al grado de reducirla a la nada, para Dios esa persona es invaluable (no por el hecho de que el oro se haya ensuciado, ya no tiene valor alguno; únicamente está sucio). Ante el reconocimiento de lo que se es, de las equivocaciones y las heridas, de lo negativo que hay en su vida y/o de su mal proceder, la persona al abrazar la humildad (y lanzar de su vida a la soberbia) encuentra en Jesús la vía para reconciliarse con Dios por su disoluto estilo de vida, para percatarse de que, aún cuando las sombras puedan ser mayores en su vida, hay luces; y que también como persona está caracterizada por rasgos positivos. Esos atributos positivos, esas luces, pasan a ser un “valor agregado”, pero no para que sirvan como un traje de una malvada superioridad que faculta a esa persona a ir por la vida, en términos coloquiales, a respirar para buscar ser “más que nadie” (por sus cualidades físicas, por sus posesiones o por su reputación moral), así opacando o reduciendo a las(os) demás en su dignidad; sino que, por el contrario, las luces que esa persona tiene, aunque sean pocas o escasas, le sirvan para que note que Dios la ama aún cuando es quién es, y en su interior camina a abrazar el agradecimiento por ese gesto divino imposible de medir ni de cuantificar; agradece a Dios por que aún cuando en su vida los actos negativos posiblemente sean mayoritarios, ha decidido cesar en esa conducta, ha experimentado misericordia divina al pedir perdón por su incorrecta administración, se dispone a corresponder a ese amor de Dios amándole estrechamente y amándose a sí misma, y de esa forma avanza a anhelar mejorar como ser humano con un propósito: amar a los demás cada día más y mejor, teniendo en mente que las luces con las que cuenta, gracias a Dios, puede germinarlas, pero ya no para sí misma o para un entorno cerrado, sino ahora en bien del prójimo.
De esa manera, estamos hablando de un proceso humano-divino de mejorar como persona para amar con más profundidad, para asimilar el servicio como una obra de amor desinteresada, para abajarse para que el amor de Dios crezca, para generosamente ayudar y auxiliar a los demás (sin distinción de que si los beneficiarios sean enemigos) en especial a las(os) más necesitadas(os) cuando nos necesiten o cuando estimemos que la obra lo requiere, sin detenernos, sin que nos de miedo, y sin reparar en ponernos el “delantal” de Jesús: “como el que sirve”. Mejores personas (no solo llegar a serlo, sino lograrlo y perseverar en mantenernos) con propósito: supera las aspiraciones personalísimas. Apunta a amar sin límites como lo hace Jesús.