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Las economías criminales en Ecuador responden al crimen organizado, ese sexto poder del Estado que emergió hace más de una década, cuando el país se convirtió en el patio trasero de Colombia en materia de narcotráfico. Es un poder subterráneo que, en muchos casos, cuenta con la complacencia de funciones del Estado. Por ejemplo, la Función Judicial, donde esta realidad se evidenció de forma más clara: vocales prófugos, un presidente condenado y decenas de jueces procesados. Incluso tiene tentáculos en los gobiernos seccionales, donde, como dice la impertinente abuela de la casa, "hacen su agosto".
El proyecto de ley enviado con carácter de urgente está casi listo para salir del horno, pero aún no sabemos cómo quedará. Tenemos nuestras dudas desde el punto de vista constitucional. Sin embargo, en esencia, el objetivo es establecer medidas financieras, tributarias y de seguridad para crear un marco jurídico que permita desarticular las economías criminales. También busca proteger a la ciudadanía, garantizar la sostenibilidad del sistema económico y financiero, y promover la reactivación económica en las zonas más afectadas.
Las economías criminales pueden ser combatidas, pero eso requiere una estrategia integral, sostenida y bien coordinada. Estas economías —que abarcan el narcotráfico, la minería ilegal, la extorsión y el lavado de activos— han penetrado profundamente en instituciones públicas, comunidades y mercados. El desafío es enorme. Vale recordar el Decreto 111, emitido en enero de 2024, con el que se declaró el conflicto armado interno. Según el Código Orgánico Integral Penal (COIP), este conflicto se mantiene mientras no se haya desmantelado el grupo armado, y el decreto identifica a más de veinte. Por lo tanto, hay guerra para largo. Al crimen organizado no se lo combate con rezos ni velas.
Sin instituciones confiables, no hay lucha real posible. De nada sirve que el Gobierno apruebe una nueva ley si, como dice la abuela de la casa, "el gato está en la despensa". Por eso, es urgente combatir la corrupción en la Policía, la Fiscalía, el sistema judicial, los guías penitenciarios y las Fuerzas Armadas.
Lo que no he leído —y espero leer— en la ley, es cómo se propone reducir la pobreza, generar empleo en comunidades vulnerables y ofrecer alternativas reales a los jóvenes en riesgo. Eso es crucial para cerrar el “mercado de reclutamiento”, que es la cantera del crimen organizado. En los barrios marcados por la miseria, se recluta a jóvenes por un puñado de dólares mal habidos. Me viene a la mente el ejemplo de Colombia, que enfrentó ese drama y aplicó la justicia restaurativa. En lugar de centrarse solo en el castigo, buscó desmovilizar bandas, conocer la verdad, reparar a las víctimas y reintegrar a los actores armados bajo compromisos verificables. A este proyecto de ley le hace falta algo así.