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El Telégrafo
Orlando Pérez, Director de El Telégrafo

El estadio Capwell sin mallas como esa metáfora de la política criolla

18 de septiembre de 2016

No pasó ni un minuto y una muchedumbre se metió en la cancha. El partido acabó con un empate. Con el resultado Emelec no clasificó a la siguiente ronda. El lamentable suceso ocurría el mismo día (miércoles 14 de septiembre de 2016) de la apertura del remodelado estadio Capwell. Además de unas instalaciones modernas y amplias, la novedad era que no había vallas, ni mallas, menos alambres de púas o fosas para impedir a los fanáticos meterse a la cancha y/o agredir a los jugadores y árbitros, como ha ocurrido muchas veces.

No queda del todo claro si los fanáticos que ingresaron a la cancha lo hicieron para felicitar, insultar, reclamar o aclamar a sus jugadores por el resultado del cotejo o para estrenar las nuevas instalaciones y con ello apropiarse del estadio renovado.

Sea cual sea la razón solo queda clara una cosa: sin controles, regulaciones, leyes u ordenamientos una sociedad, un grupo humano cualquiera, es capaz de desfogarse y hasta desatar sus impulsos sin medir las consecuencias. Por lo menos esa es una conclusión. Otra es que las barreras solo las imponen la cultura, la tradición y una normatividad social, sin coerción, represión o por lo menos sometimiento alguno.

Pero parece que por la primera opción va la explicación más recurrente. Por ejemplo: no ha empezado oficial y formalmente la campaña electoral y en ese mismo partido de Emelec, transmitido por la cadena internacional Fox, el banquero candidato colocó (mejor sería decir: inundó) de publicidad la transmisión deportiva. En un despliegue inusitado y hasta melancólico, las piezas publicitarias no tenían ningún límite, casi como si jugara en una cancha sin vallas ni árbitro. Algo parecido a lo que hace con las páginas del diario Extra o con las consabidas entrevistas concesivas y generosas de cada semana en Ecuavisa.

Pero la metáfora va más allá de lo anterior: considerar que se han dado ya las condiciones para la absoluta libertad, para que cada cual haga lo que le dé la gana sin afectar a nadie, es un error garrafal. Como aquello de que “la mejor ley es la que no existe”, tesis sustentada por la prensa “libre e independiente”. Bien decía en su artículo del viernes pasado Sebastián Vallejo, relacionando el tema de la calidad de la democracia, a propósito del Punto de Vista de Anne-Dominique Correa:

“Para Freedom House, por ejemplo, los ciudadanos en Estados Unidos son libres. Son libres para votar, son libres para asociarse, son libres para expresar sus opiniones en público, y son libres para crear partidos políticos. Pero casi la mitad no vota, la opinión pública es solamente libre cuando está patrocinada por intereses privados y nadie forma partidos políticos nuevos. ¿Son libres? Como dijo Rosa Luxemburgo: “El problema no es ser libres, sino actuar libremente”.

Y por ahí va la cuestión polémica: actuar libremente. ¿Qué significa aquello? ¿Hacer lo que nos venga en gana? ¿No cuenta en eso la actuación libre del otro? ¿Cómo se sustenta la democracia si cada uno hace lo que quiere y con ello puede afectar a su vecino, compañero de trabajo o familiar?

Lo que está en discusión esencialmente en esta nueva campaña electoral es si la libertad que algunos invocan es aquella del liberalismo nato donde el Estado no cuenta o, por lo menos, solo actúa para resolver los conflictos o se trata de esa otra libertad con responsabilidad, sujeta a leyes, al bien común, en la que los sujetos sociales son considerados sin privilegios y con las garantías para ejercer también su libertad individual.

Cuando se escucha a los candidatos de la derecha y aquellos de una supuesta izquierda sospechosamente parecidos en estos temas, parecería que usan el mismo lenguaje (en consecuencia revelan una misma ideología) y con ello se afinan en las mismas posturas. ¿Será por eso que es más fácil para Pachakutik reunirse con Nebot y Lasso?

La libertad a la que ahora apelan esas derechas e izquierdas es la que usan los fanáticos en el estadio: cero control, nada de vallas ni mallas, mucho menos leyes y regulaciones, salvo que corran riesgo sus privilegios o derechos corporativos en contra del bien común. Están convencidos de que esos controles o mallas solo atentan contra la libertad de acción, pensamiento y expresión. ¿Los fanáticos se expresaron en absoluta libertad al ingresar a la cancha a insultar, alabar o aplaudir a sus jugadores? Incluso, desde las derechas consideran que mientras menos regulaciones estatales existan mejor se desenvuelven sus negocios. Entonces ¿no estaría mal que los vendedores de los estadios también bajen a la cancha a ofrecer refrescos, medicinas, bagatelas y sánduches a los jugadores, cuerpo técnico, pasabolas, camarógrafos y fotógrafos?

Pero no estaría mal preguntarse también por qué no bajaron otros tantos hinchas a la cancha del renovado estadio Capwell. ¿Qué les impidió hacer lo mismo que los otros fanáticos? ¿Qué barrera tuvieron por delante? ¿El miedo? ¿A qué? ¿A sufrir una agresión, un robo o un bochorno?

Es posible que sea esa barrera cultural, natural, de saber que eso está mal, que quizá hay un riesgo grave que no se puede correr. O por qué no: la resistencia ideológica, en su mejor expresión, a no agredir al acuerdo común, social o legal de que hay unas barreras políticas y legales, no escritas, pero que garantizan la vida, el bienestar y la convivencia pacífica entre ciudadanos asentados en una comunidad y una urbe concretas.

La democracia, sin adjetivos, también pasa por entender estas cosas en sus mínimas expresiones, como puede ser asistir a un estadio o respetar las leyes electorales en su integridad. (O)

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