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El Telégrafo
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La enfermedad ha dejado huellas en sus víctimas

Un hospital se convirtió en el hogar de 26 enfermos de lepra

Los pacientes que aquí se encuentran tienen dificultad para movilizarse por sí solos. Muchos permanecen en sus cuartos a la espera de que lleguen los alimentos y termine el día. Foto: Santiago Aguirre
Los pacientes que aquí se encuentran tienen dificultad para movilizarse por sí solos. Muchos permanecen en sus cuartos a la espera de que lleguen los alimentos y termine el día. Foto: Santiago Aguirre
06 de marzo de 2014 - 00:00

El viento sopla suavemente como una melodía que hace a las ramas tambalear y a algunas hojas secas caer. El sol resplandeciente anima a los veintiséis residentes del hospital dermatológico Gonzalo González a pasear por los corredores que conocen de memoria.

Se diría que pueden atravesar el lugar hasta con los ojos vendados porque ahí dejaron al menos las últimas dos décadas de sus vidas, entre medicinas y la rehabilitación para curarse del mal de Hansen.

Aunque ya no necesitan tratamiento porque lograron vencer a la bacteria de la lepra, la costumbre los hizo quedarse y a otros el olvido de sus familiares los obligó a ser parte del hospital, por eso varios prefieren no hablar y mitigar esa soledad con arreglos ornamentales en los espacios verdes que hay afuera de sus casas. Los que sí tienen familias abandonan el hospital por horas y comparten con sus seres queridos.

Los otros, que son la mayoría, se sientan a esperar que las horas transcurran, entre oraciones a imágenes religiosas que no faltan en sus viviendas. Por momentos hay una sensación de encierro y agobio. Hay quienes dan un vistazo a los animales que crían.

A diario agradecen por un nuevo día de vida y cada vez que se abre la iglesia (lo que ocurre una vez a la semana) son los primeros en escuchar el sermón.

El doctor Pablo Rodríguez, director médico de la institución, recuerda que hace casi 15 años había barandas de división en la iglesia que excluían al lado más pequeño a los portadores de lepra para ‘evitar que contagien a los sanos’.

La enfermedad inspiró a César a escribir su autobiografía como una forma de motivación. Foto: Santiago Aguirre

Este espacio, cercano a las 4 hectáreas de terreno, lleva casi un siglo de existencia. Fue el ‘albergue’ permanente de los portadores de esta dolencia y se ubicó como hasta hoy en el barrio San Pablo (centro-este de Quito). Inicialmente se llamó “Leprocomio Cruz Verde” y fue un lugar aislado del común de la gente.

Los vecinos del lugar iban esporádicamente, pero solo a la chacra, cuando se acercaba la ‘Semana Mayor’. Ahí encontraban los granos necesarios para la preparación de la tradicional fanesca. Era una forma para los hospitalizados de conseguir unos centavos extras. Hoy, aunque algunos lugareños siguen acudiendo a proveerse de los productos agrícolas, es muy poco lo que consiguen porque ya no son los residentes los que labran la tierra. Sus fuerzas decayeron con los años.

Eso es latente en las pequeñas figuras humanas que se sienten pesadas para transitar por los jardines aledaños, que muestran la huella del tiempo y del descuido. Las hierbas están bastante crecidas, impiden divisar con eficacia la efigie de cemento que hay en el parque central. Es el patrono que da nombre al lugar, Gonzalo González.

La mayoría de residentes divagan a paso lento porque en sus cuerpos quedaron las huellas de la dolencia que afectó su motricidad y movilidad, pero no perdieron su sentido de solidaridad y menos aún la cordialidad del saludo. A cada paso es común escuchar un afectuoso ‘Buenos días’ acompañado de una sonrisa y una mirada profunda en la que los ojos intentan brillar en medio de los cuartos oscuros que desprenden el  olor inconfundible de la humedad.

Varias de esas viviendas, que fueron edificadas por alemanes hace cuatro décadas, conservan el nombre de las ciudades europeas como homenaje a sus constructores. Así se destaca Dourtmond en una de las casas, que han sido testigos de innumerables historias en las que la valentía y la fe se enlazaron para sobrevivir a lo que muchas veces consideraron el fin de sus días. Detrás de una puerta carcomida por las polillas está César, orense de 62 años, quien lleva al menos la mitad de su vida en el hospital. En su potente mirada deja ver unos ojos cafés vigorosos, como lucen aún sus manos en las que no hay huellas de su época de labrador y mucho menos del oficio de carpintero que aprendió allí.

Las tiene suaves y con ellas señala cada uno de los objetos de madera que gracias a su habilidad puede edificar y hoy adornan su humilde vivienda. Un comedor bien cuidado con cuatro sillas, un escritorio y un estante para sus libros son el entretenimiento favorito de César.

En un inicio se muestra dubitativo para conversar y más a que lo fotografíen. Tras lanzar la primera inquietud, poco a poco su rostro adquiere un tono de cordialidad. Con emoción y orgullo toma un pequeño ejemplar en sus manos. Es su autobiografía titulada ‘La Historia de un paciente de lepra o de Hansen’, que publicó tres años atrás gracias a la colaboración de sus amigos, quienes se juntaron para imprimir mil ejemplares. Fueron distribuidos entre los pacientes y allegados.

En esas páginas de quince centímetros de altitud y un grosor completo del libro que no llega al centímetro relata los sufrimientos que pasó con los dolores, las úlceras y las fiebres intensas que finalmente determinaron la amputación de su extremidad inferior izquierda, la cual oculta bajo un pantalón de casimir verde oliva. Su ropa luce perfectamente planchada y sin ningún tipo de arrugas; luego se anima a descubrirse.

Esa particularidad lo obligó a dejar la carpintería de la que disfrutaba siempre. Gracias a ella decoró su vivienda con muebles muy bien tallados y conservados como el comedor y la biblioteca en la que guarda todos los ejemplares que forman parte de su colección literaria, lectura a la que dedica la mayor parte de su tiempo.

También incursionó en el negocio de los caracoles por cerca de 7 años, pero luego una epidemia devastó a los animales y el negocio terminó.

Hoy es un paciente negativo de la bacteria y eso le permite transitar sin problema por las instalaciones. Lo hace erguido, orgulloso y con su frente en alto. Aprendió a valorar la vida y eso precisamente trata de inculcar en sus compañeros.

Para él lo primordial es ceñirse a la palabra de Dios. Hace poco se graduó, dejó la timidez y vergüenza que experimentó por padecer esta enfermedad.

Hoy se encarga del albergue que funciona también como parte del hospital y al que acuden las personas de provincia de escasos recursos económicos. Con ello obtiene algunos dólares que le sirven para movilizarse y visitar a su ‘amiga’ sentimental.

Su vivienda colinda con la de doña Magdalena, de 66 años. Ligeras manchas en las piernas son la huella de su dolencia. Su movilidad, contraria a la mayoría, es prácticamente normal. Por ello puede labrar la tierra y acercarse en algo a lo que fue su residencia en la población de Bilován (provincia de Bolívar).

Por su enfermedad dejó la propiedad en Bolívar y ya sin sus siete hijos ahí, “para qué regresar”.

Ella puede sin dificultad ir de un lado a otro por toda el área del hospital. Alcanza incluso la capilla que hoy está en proceso de restauración gracias al Fonsal. Esta pronto se convertirá en museo y mostrará la vida de quienes se quedaron en el hospital, lugar temido en un inicio y hoy convertido en el mayor centro nacional de investigación de enfermedades de la piel.

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