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El Telégrafo
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La fundación amauta recepta denuncias hace 25 años

Los niños son los nuevos migrantes

Las familias adineradas de Chimborazo aprovechan las ferias o las afueras de las iglesias para convencer a los menores de edad que viajen hacia Colombia o Chile. El primer pago es de $ 100 y con las promesas de enviar hasta $ 1.200 al año al hogar.
Las familias adineradas de Chimborazo aprovechan las ferias o las afueras de las iglesias para convencer a los menores de edad que viajen hacia Colombia o Chile. El primer pago es de $ 100 y con las promesas de enviar hasta $ 1.200 al año al hogar.
21 de septiembre de 2014 - 00:00 - Redacción Sociedad

Las casas están vacías. En una cuadra hay al menos 5 viviendas con las ventanas cerradas, los vidrios con telarañas y las puertas con candados oxidados. Una de estas se encuentra abierta. Al interior ni las letrinas están usadas ni la pequeña parcela de tierra contigua está cultivada. Todo es silencio, excepto el viento del páramo que anuncia la lluvia. Detrás de una ventana se ven los muebles y cartones cubiertos con telas. “Ellos vienen solo para las fiestas en abril”, dice Francisco Cepeda, un docente indígena de más de 40 años y responsable de práctica profesional de la Universidad Ancestral de Colta.

“La migración es normal, de muchos años, se van como artesanos y ya son legales allá”, lo interrumpe una joven de ojos negros profundos y cabello largo. Es la asistente del lugar y no dice su nombre, pero sí da más datos sobre la migración de las ‘familias ricas’ de Chimborazo. Dice que los dueños de las casas vacías son habitantes de Santiago de Quito, parroquia de Colta, hoy convertido en un pueblo fantasma donde solo hay varios chanchos, perros callejeros y mucho hermetismo de los pocos que quedan.

Ese allá, a donde migran, cuenta la joven, puede ser Venezuela, Colombia y, recientemente, Chile y Uruguay. Los ‘ricos’ chimboracenses cambiaron las calles de adoquines y tierra por las avenidas grandes de Sudamérica. Allá venden sus artesanías, tienen fábricas de ropa tejida o restaurantes. Solo en Venezuela se estima que hay 17.000 indígenas de Colta, de acuerdo con datos de la Fundación Amauta dedicada a investigar niños perdidos o raptados hace 25 años.

Se van indígenas ricos y también los pobres. Para la mano de obra las familias de Chimborazo necesitan de jóvenes y se llevan a los más pequeños, de 7 años en adelante.  “Jovencitos se van, pero más paran en la carretera”, dice una madre adolescente y con un niño en brazos. Asegura que los migrantes son ‘indígenas’, mientras su madre una mujer con poncho y anaco arrea unas ovejas al campo. En Chimborazo el 38% de la población se autoidentifica como indígena, según datos del último censo (INEC 2010), pero en realidad hay más.

Quienes venden sus artesanías al pie de la carretera principal en Colta dicen muy poco. Dos jovencitas con faldas largas multicolores y concentradas en una tablet ven con recelo la cámara fotográfica. No dicen nada y solo ríen. “Pregunte más abajo nomás... allá saben”, contesta sobre los chicos que se van de viaje “a trabajar”.

En Santiago de Quito, parroquia de Colta, todo es silencio de lunes a domingo. Las casas abandonadas pertenecen a familias migrantes.

¿Trabajo o esclavitud?

Un grupo de pequeños del colegio fiscal más cercano baja corriendo por una de las calles de Colta. Se apresuran para ir a casa y al preguntarle por los ‘jóvenes migrantes’ se miran entre ellos. Dicen que allí en su barrio no hay, pero sí más al fondo en Cicalpa. “Se van y no regresan”, alcanzan a decir.

Los menores de 8 años en adelante se van con la promesa de trabajar y a cambio de $ 100, entregados por las familias ricas a las pobres. Aquí hay una pobreza de falta de acceso a recursos, pero no de alimentos. La mayoría tiene una parcela de tierra de donde obtienen papa, otros tubérculos o pasto para el ganado. “Es una pobreza disfrazada”, dice Carlos Martínez, responsable de la Fundación Amauta.

De mediana estatura y siempre apurado. Así vive Martínez, quien hoy su fundación tiene un presupuesto no mayor a $ 200, lo necesario para pagar las cuentas de la fundación. Es un espacio de 40 metros cuadrados o menos, papeles y afiches con rostros de menores extraviados en las paredes y escritorios. No hay lujos, ni siquiera una computadora. Hace 25 años Amauta se autofinancia con socios, voluntarios, una que otra ONG internacional y el bolsillo de Martínez, quien es docente. Sus padres también lo fueron, “siempre mirábamos personas abusadas y el fallido acceso a los derechos humanos, eso nos animó”.

Cuenta que hay 2 maneras de llevarse a los chicos. Lo sabe de cerca y a sus manos han llegado de 100 a 125 denuncias de niños extraviados al año, la mayoría por trata ilegal. Es decir son llevados de sus casas, no todos a la fuerza. “Negocian con la familia directamente o convencen al niño para que no les diga nada y se vaya. Cualquiera de los 2 acuerdos hay ofertas económicas: $ 1.200 o $ 1.000 anuales. Para la gente pobre de nuestro sector $ 1.000 sirven para comprar 5 chanchos, porque es más rico y rentable mantener un chancho que a un guagua (niño), según el criterio de la familia”, indica Martínez.

Luego viene el proceso hasta llegar a Venezuela, Colombia y aún más lejos, como Chile. Ese fue el caso de Luis Geovanni P., encontrado en Santiago, donde ‘trabajaba’ vendiendo artesanías para una familia de ecuatorianos originarios de Otavalo. Fue esclavizado, obligado a dormir en un garaje sin comida o poder comunicarse con sus padres en Peguche (Otavalo). Gracias a la denuncia de un ciudadano chileno, hoy se encuentra listo para regresar a Ecuador.  

Su traslado solo fue posible tras la orden de la jueza Marcela Paz Carvajal en Chile, quien tramitó el regreso del menor. Acá no vendrá a donde su familia, puesto que no tiene las condiciones sociales para su regreso. Hay denuncias de abuso sexual por parte de uno de sus hermanos.

El hecho de Luis no es el único. Solo la Fundación Amauta ha recibido 4 más en este año en Riobamba y no pudo tramitar otras denuncias de trata ilegal por falta de presupuesto. “Esto ocurre hace 4 o 5 décadas en Chimborazo y es muy díficil saber cuántos niños son exactamente porque hay datos ocultos”, añade Martínez mientras enseña los últimos afiches de la fundación. Fueron elaborados el año pasado con fondos de la embajada de Alemania. Los avisos que dobla con delicadeza rezan: ‘Hagamos un trato en contra de la trata’.

La falta de denuncias en la Fiscalía se debe al temor de amenazas. Si bien sobre los niños que se van se conoce de su situación ilegal y de esclavitud en pleno siglo XXI, las familias no denuncian a sus captores “porque estas familias tienen dinero y aquí en el campo esto es motivo de miedo”.

Además, ellos (los indígenas), explica Martínez, se resisten a entender la justicia ordinaria y ven que los casos denunciados no han sido sancionados.

Actualmente, el caso de la familia Chito descansa en los juzgados de Pichincha, donde la Dra. Tania Moreno le sigue la pista. Esta familia se llevó como ‘trabajadores’ a 7 niños hace unos 10 años a los mercados venezolanos El Gato Negro y La Olada. Los menores lograron regresar con ayuda de la Cancillería, pero los acusados siguen en libertad.  Cuando una persona jurídica es responsable de la trata, según el nuevo  Código Orgánico Integral Penal (COIP), la sanción es de 13 a 16 años en cárcel. Existen variaciones: aumenta de 16 a 19 años si la infracción recae en personas de uno de los grupos de atención prioritaria o en situación de doble vulnerabilidad, o si entre la víctima y el agresor ha existido relación.

¿Cómo llegan a estos países de Sudamérica si son ilegales? Ninguno de los menores viaja en avión, todos van por tierra burlando los controles en la frontera. Solo para tener un ejemplo, un viaje desde Colta hasta Venezuela puede tomar 3 días y 3 noches.

Cuando regresan a Colta, Santiago de Quito, Cicalpa, Alausí o Riobamba, quienes han logrado salir de la esclavitud del trabajo no remunerado no se quedan en sus pueblos. Una vez fuera de sus cárceles laborales consiguen trabajo y se establecen en otros países de la región. “Si vienen es solo en carnaval entregan dinero y se vuelven a ir”.

Dos cosas surgen tras recorrer estos pueblos en Chimborazo: la trata ilegal de personas es un tema del que nadie quiere hablar, pero que sucede hace décadas y todos lo saben. La otra es que la esclavitud moderna persiste en especial en niños, solo que incomoda y es vista como un mito reconfortante que terminó en la época pasada.

Fotos: Roberto Chávez / El Telégrafo

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