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Cementerios de parroquias rurales de Quito

Cementerios de parroquias rurales de Quito
03 de julio de 2011 - 00:00

El cementerio de Lloa parece salido de un cuento gótico. Es pequeño, empotrado en las faldas del Guagua Pichincha y está junto a la iglesia del pueblo. Tiene tumbas en el piso y el color gris oscuro de algunas, más los diseños, recuerda a los castillos y monasterios del medioevo.

En el centro del camposanto hay una pileta seca que evidencia que el agua no ha fluido desde hace mucho tiempo.  Las tumbas están  construidas de piedra, hay pequeñas torres talladas  que sostienen esculturas de ángeles, algunas a la sombra de altas plantas de rosas. 

Aunque el lugar es la morada de seres queridos de cuyos fantasmas los vivos somos temerosos, el aire de paz que emana el cementerio invita a cerrar los ojos y dejar volar la imaginación.

Arcesio Bohórquez, de 75 años, entra al camposanto seguido siempre por Naipe, su perro. Avanza unos pasos y  detiene el  andar. Cierra los ojos frente a la tumba de su esposa, Ana María, muerta el año anterior. Cuenta que en unos meses más sus cinco hijos contratarán trabajadores para que construyan una tumba de piedra, con torres, lápidas, rosas y pedestales con ángeles.

3-7-11-guayaquil-recorrido-por-cementerio04Esa es su ilusión, pese a que un susto, el día del funeral de su amada, lo hizo renegar de las tumbas en el suelo: El Nacho, un vecino de la parroquia que cava los huecos en el cementerio a cambio de 10 dólares, penetró más de tres metros en la tierra y una de las paredes de la fosa se fue abajo.

En el panteón de Lloa no hay ni habrá  nichos (pequeñas bóvedas para las cenizas o restos del fallecido). El deseo es que el cementerio crezca, pero para mantener las tumbas en la tierra. El lugar es exclusivo para los habitantes de la parroquia, conseguir un puesto en la morada de los muertos no tiene costo. El servicio funerario que da un vecino tiene un precio de 50 dólares, dice Arcesio.

Los familiares traen las cajas de madera y las mujeres visten y arreglan a sus difuntos, cuando han fallecido  de manera natural. De lo contrario llegan formolizados. Antes y durante el entierro, los dolientes dan una copa de licor a los acompañantes  y parientes.  

María Bohórquez, de 76 años, cuenta que son los familiares de los difuntos los que arreglan el lugar. No tiene miedo que el cementerio esté a cuatro casas de su vivienda, pues lo considera un lugar sagrado, “además Lloa está consagrada a la Virgencita del Cinto”. La morada de la madre de Jesús, con teja rojo, se ubica al lado izquierdo del pueblo, en una pequeña montaña.

Una vez, hace 18 años, entraron a la medianoche a profanar una tumba y llevarse el cadáver de un vecino.  Sospechan de los estudiantes de Medicina. Arcesio extraña mucho a su esposa, quien era 10 años mayor a él.

Cuenta que el secreto para vivir largos años y mantenerse lúcido es la conexión con el campo, el agua y esa tranquilidad que da la tierra: “si sigue así de apurada, en la ciudad, se va a morir rápido...”, advierte con su voz dulce y pausada, en cuanto a  Naipe, el animal también extraña a su dueña  y la busca removiendo la tierra con sus menudas patas.

“No siento miedo”

A las 06:00 empezó a cavar 10 fosas que debían estar listas antes de las 13:00. Por  cada pala de tierra que sacaba, su corazón reventaba de la tristeza, como  pirotecnia de fin de año. Aquel día Wilson Nacimba, cuidador del cementerio de Amaguaña, enterró a 10 de sus vecinos. Entre ellos dos pequeños que eran sus alumnos en la catequesis.

Ellos fueron parte de las 47 víctimas de un accidente en Papallacta, en 2006. “Eran familias, papá, mamá e hijos, fue muy doloroso. Este oficio a veces es difícil”, reconoce Wilson. 

Lleva ya más de 10 años haciendo lo mismo, pero todavía le causa dolor el cavar una fosa y bajar un féretro. Recobra sus fuerzas, sin embargo, cuando se convence de que ejecuta una misión.

Explica que una de las 14 obras de misericordia en el catolicismo es precisamente enterrar a los muertos. Es lo que aprendió en 17 años de estar cerca de la iglesia, como sacristán y después como catequista, en sus horas libres.

Hilvanar esos detalles entre la vida y la muerte -a través de sus labores en el cementerio y la catequesis- es lo que  da sentido a su existencia. “Son mis dos misiones: en el cementerio con las almitas, como una obra de misericordia,   y con los niños, porque ellos son ángeles y me purifican”, dice.

Todos los días entra al cementerio con un “buen día” en la boca, como si llegase de visita a una casa, siente que los que moran allí ya lo conocen y por eso lo dejan trabajar en paz. Pese a la energía negativa que puede generar el alma de un suicidado “ese deseo de quitarse la vida, esa fuerza para matarse, hace que no encuentren el camino a Dios y se queden aquí”, reprocha Wilson.

En esta morada, que data de 1939, ya no cabe ni un solo difunto más. Los planes de expansión del camposanto están en manos de su dueño, la iglesia de la parroquia.

El párroco de Amaguaña, Fernando Zurita, explica que un puesto en el panteón no tiene costo, solo  hay una cuota anual de 40 dólares para el mantenimiento. Los registros de la parroquia estipulan que en la tierra hay 1.672 personas sepultadas y en los nichos más de 1.000.

Un servicio funerario  puede conseguirse por 200 dólares; con caja de lata cuesta desde 350 hasta 600 y si es de madera, el valor depende del diseño, que llegaría a costar incluso 900 dólares.

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