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Engabao, el pueblo pesquero que es un paraíso de los surfistas

Engabao, el pueblo pesquero que es un paraíso de los surfistas
josé morán / el telégrafo
17 de julio de 2016 - 00:00 - Jorge Ampuero

Engabao tiene más agua que tierra, más lanchas que automóviles y su cielo no está para aviones sino para piqueros y fragatas. Ubicado a 110 kilómetros de Guayaquil, en esta localidad sus 6.000 habitantes están irremediablemente subordinados al mar. Pero no todos han seguido ese vaivén de olas incansables hacia adentro y hacia afuera en busca del sustento diario.

Para Gilberto Tomalá, esta comuna de la provincia del Guayas es todo o, por lo menos, todo lo que se puede pedir para vivir a sus 85 años. Él, como el 90% de los habitantes de la zona, hacen que el día amanezca más temprano. Antes de que el reloj marque las 05:00 ya está en pie alistando los aperos para irse a buscar pescado. Aunque ahora no hay pescado sino camarón.

Un rumor creciente de esquina a esquina indica que el séquito de hombres curtidos por el sol (los pescadores) pronto dejarán sus hogares para buscar su sustento en el mar. Los ancianos sirven de guías a los más jóvenes y, en su mayoría, como Gilberto, solo van a la playa a desearles buen viento y buena mar a los muchachos. “Uno ya se jodió bastante -sentencia Gilberto-, ya pescó suficiente, ahora les toca a ellos ver cómo es la cosa”. Este hombre curtido por el mar también aprovecha la faena para vender bolos de aceite para los motores a los colegas pescadores.

Una vez que llegan, a medio aclarar la mañana, con el viento sin hacer escalas, cada uno enfila hacia su fibra (lancha). Allí está la rueda de la playa al mar sobre tres “polines” o troncos de balsas que minimizan el esfuerzo al empujarlas.

Calientan sus motores y el resto es perderse mar afuera, siquiera, una hora de recorrido. No más, porque hay que cuidar el producto y el motor de los asaltos. “Ayer nomás le robaron a un amigo el motor. Un Yamaha vale sobre los 3.000 dólares. Aunque no le pegaron, sí lo dejaron endeudado”, comenta, a su vez, Hilario de la A, otro de los mayores que espera que sus hijos tengan un buen día.

Después de la primera salida mañanera —la otra parte a las 2 de la tarde— la playa, de 300 metros de extensión en herradura, se queda a la buena de Dios, sin un alma, ni siquiera una fragata o pelícano que la sobrevuele. Las aves también deben esperar la llegada de los pescadores para darse su festín sobre las gavetas saturadas en un pequeño trayecto que, para ellos, es casi de vida o muerte.

A las 7 de la noche, cuando llega el segundo grupo, las camionetas de los comerciantes se apilan casi junto a las lanchas para llevarse a buen precio los camarones, por ahora, a 5 dólares la libra. Unos se van para la Caraguay, en Guayaquil, pero otros tienen diferente destino. Esa es la rutina de cada día, no hay otra alternativa. De Engabao hasta el puerto solo hay 3 kilómetros de distancia, una buena cantidad de baches y otro tanto de polvo.

También árboles resecos que testimonian una ausencia de lluvias que lleva décadas, desde que las montañas quedaron peladas por obra y gracia de los mismos habitantes, convertidos en carboneros a la fuerza.

Las mujeres que se quedan en el pueblo, a la espera de sus hijos y maridos, tienen pocos motivos para la distracción: el pueblo, aunque ha cambiado, carece de atractivos. Si bien hay agua potable, no hay alcantarillado, si alguien quiere enviar un whatssap, con suerte, es probable que llegue al siguiente día. Todas las calles son de tierra, hay dos iglesias católicas, un colegio, cuatro escuelas y un parque al que los niños no le encuentran ninguna gracia y en cuyo centro sobresale un busto del Cacique Tumbalá, de quien descienden casi todos los pobladores que tienen el apellido Tomalá.

Rosa Lainez vive en una casa-tienda frente al parque. Sentada en un taburete de madera, con su sonrisa de pocos dientes, rememora el pasado con dificultad, haciendo los ojos chicos, como si los viera venir de muy lejos o le fueran esquivos. “Más antes - evoca- había otro ambiente, se celebraban las fiestas con desfiles de los niños, había orquestas. Iniciaban los viernes y terminaban los domingos, sobre todo San Jacinto. Se vivía mejor”. Sus manos ajadas cuentan unos pocos centavos en una lata de atún sin etiqueta. Es la venta del día, de la tarde, de todo el tiempo.

“La gente antes se moría de viejo, no de enfermedad. Mi abuela Virginia se fue a los 110 años. Y eso que se tomaba agua de pozo, agua salobre. Solo se comía pescado y se cocinaba con carbón que los hombres mismos hacían con los árboles de la montaña… Ahora vaya a ver cuánto dura la gente”. Sus palabras se esparcen silentes y afuera de las casas vecinas, como banderas al viento, la ropa humilde lavada se seca con el viento y con el sol.

Los fines de semana, la cosa es distinta en Engabao, pues los turistas llegan desde todos lados a disfrutar de las dos playas. Los bañistas, a Playa Paraíso y, los surfistas, a Puerto Engabao.
La oferta hotelera es amplia, pero también se puede pasar la noche en las llamadas “casas surf”, en las cuales las familias nativas han habilitado un dormitorio por el cual se paga solo 7 dólares. De estas hay cerca de 15 con su respectivo anuncio. Un aspecto a destacar es que, los días ordinarios, las cabañas donde funcionan los restaurantes permanecen cerradas. No hay dónde almorzar -peor merendar- y es preciso avanzar hasta Playas.

Amor sobre las olas

Evelin Villegas tiene 24 años y desde que nació ha vivido en Engabao. Ella también decidió quedarse y no le faltan razones: tiene las olas ideales para surfear, su pasatiempo favorito, un pequeño bar en Playa Paraíso donde, hace casi tres años, conoció al que llama su novio: Corey Rathgeber. “Cori, nacido en Washington, Estados Unidos, andaba de turismo, venía desde Argentina, pasó por Perú y cuando llegó a Ecuador solo iba a estar un breve tiempo para surfear en Engabao. Allí nos conocimos, como yo hablaba inglés, fue fácil la comunicación”, cuenta Evelin, quien aprendió el idioma escuchando a Coldplay y mucho regué.

Al cabo de tres años, ambos parecen felices o, como lo califica Evelin, es una relación que “funciona”. Desde su departamento, ubicado en la terraza del hotel Camarón con cola, se puede ratificar aquello de que el puerto, a las 10 de la mañana, es solo playa, mar y viento. No hay más señales de vida. Ni siquiera los perros ladran a los afuereños.

El caso de Villegas y Rathgeber -quien profesa la religión mormona-, a diferencia de otros lugares como Montañita, es el único que hay en la comuna, lo que les ha dado cierta notoriedad, pero también porque Evelin, cuando ha sido necesario, se ha hecho ver en defensa de su “pueblo de pescadores”.

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