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La mesa está servida para los difuntos de Santa Elena

En la mesa se colocan ofrendas y los elementos que más les gustaban a los muertos, como cigarrillos, entierros arqueológicos, huevos, café, pollo. Todo para que se sirvan, como en vida.
En la mesa se colocan ofrendas y los elementos que más les gustaban a los muertos, como cigarrillos, entierros arqueológicos, huevos, café, pollo. Todo para que se sirvan, como en vida.
Foto: internet
05 de noviembre de 2017 - 00:00 - Jéssica Zambrano Alvarado

Que los muertos sí vienen, insiste Isidro Gonzabay. Él lo sabe porque cuando era más joven pasaba los fines de semana en Manabí y recogía café junto con otros muchachos de su edad. Entonces le preguntó a un local cómo era que celebraban ellos a los finados. En Manabí lo hacían igual que en su tierra,  Santa Elena: por la noche a los familiares muertos les servían la comida que les gustaba y todos los vivos en casa se iban a dormir.  “Y por gusto les ponen comida, si no vienen”, se atrevió a decirle Gonzabay al manabita. Este lo miró con vergüenza ajena y le increpó: “Cómo que no vienen, si yo mismo los he visto. Un día me quedé hasta tarde esperando y escuché cómo movían los cubiertos, chocaban el metal de las cucharas contra los platos de porcelana, oí cómo se servían la cola, el jugo y el agua y cómo uno le preguntaba al otro si quería más”.

El manabita no recordó más porque después de escuchar la cena de los finados se quedó profundamente dormido, pero desde entonces sabe que no en vano les sirven la mesa.

A un día de la celebración de los difuntos, la provincia de Santa Elena huele a pan de leña.

La levadura de trigo se infla en hornos de forma cóncava hechos a mano, con tierra que se ha convertido en una masa dura que se levanta sobre una base de palos de madera.

Los hornos se usan solo para los finados “y el pan juega al pepo”, dice Isidro Gonzabay, comunero de  Loma Alta, uno de los poblados de esta Península, donde sus habitantes, herederos de las creencias de San Biritute y la divinidad de las figuras de Valdivia, año a año preparan su mesa de difuntos,  un ritual  que aprendieron de sus muertos y que no dejan de lado porque “si no los finados reclaman”, dice Gonzabay.

La familia Pozo construyó un horno para hacer el pan con leña en su casa.

Es mediodía en Loma Alta. La carretera que construyó la Prefectura de Santa Elena en 2015 solo llega hasta aquí, pero en el camino aún está El Suspiro y más arriba el Bosque Protegido.

Loma Alta parece amurallada por el verdor de la zona. Aunque está por llegar el invierno corre una brisa helada, sonorizada por las motos de los colegiales que salen de clases. Aquí no hay carros. La gente camina, anda en moto y el único bus que pasa seguido es el que transporta a las comunas de esta ruta hacia la capital de la provincia.

Desde Valdivia hasta El Suspiro se sirve la mesa de los difuntos y el pan es fundamental en esta tradición. Aunque según la investigadora Karen Stothert, las comidas milenarias para difuntos eran las hayacas, las humitas y los bolones, con la Conquista el pan reemplazó todo y es, tal vez, lo que más se come en esta época. “Y es que su sabor no es igual al del pan elaborado con gas, este es más rico”, dice Gonzabay. Por eso lo han de preferir los difuntos.

Desde temprano, los peninsulares van con sus familias a las casas que tienen hornos para preparar su propio pan. Cada familia acomoda en una latita su tanda de harina preparada al gusto y amasada con formas de Valdivia, como esos figurines que tantas veces encontraron en esta zona bajo la tierra. 

“Ángeles somos, del cielo venimos, pan pedimos”, es la plegaria común de niños y grandes que recorren las comunidades de Santa Elena en estos días de difuntos en búsqueda de una actividad común. Como la gran mayoría de residentes celebra este día los ángeles que piden pan, se van con la barriga llena.

El 1 de noviembre la mesa va dedicada para los niños y los otros tres días para los adultos.

Según Stothert, las ofrendas de pan en forma de niños se elaboran, de acuerdo a las tradiciones andinas, para recordar la pureza de sus espíritus y tienen un origen oscuro, ya que los “niños de pan” son una reminiscencia del rito incaico de la Copachoca. Este consistía en regalar niños sacrificados a la divinidad de la muerte.

Las comunidades de Santa Elena  hacen el pan con formas de muñequitos porque así lo aprendieron.

Una mesa con entierro

Gonzabay es pequeño, como la media de habitantes del lugar y sonríe más de la cuenta cuando habla y recuerda por qué le sirve la mesa a sus finados. En cada sonrisa deja ver sus dientes centrales superiores recubiertos con dos estrellitas de oro y divididos por una espiga del mismo material en el centro.

Su tío, que fue como un padre para él, le regaló una tableta de oro para que se arreglara los dientes. El tío los crió a él y a su hermano como hijos, luego de que el padre, que era de la comuna de Valdivia, los abandonara sin darles siquiera el apellido. “Usted sabe cómo son los hombres, andan de aquí para allá y mi padre andaba recorriendo la zona hasta que conoció a mi madre, que vivía en un pueblito que llaman La Ponga”, dice Gonzabay.

Al tío, fallecido hace más de 30 años, le dedica su mesa con la comida que más le gusta y de paso, le coloca “un entierro”, como llama la gente de la zona a los restos arqueológicos que han encontrado bajo tierra. Este tiene una valdivia tallada en piedra, un hacha, una cuenta y algunas piezas rotas que Gonzabay descubrió en su camino.

A la gente de las culturas que habitaron la zona, como los vegas, que según los arqueólogos vivieron hace 8.000 años, la enterraban con sus objetos más queridos. La mesa de los difuntos es una recreación de ese entierro, una invitación a los muertos para convivir con los vivos, con aquello que más querían en la tierra.  

“Desde hace 8.000 años ya estaban preocupándose de tener a los muertos con ellos, dentro de su comunidad o de su hogar, coma parte de su identidad, y esta tradición antigua de toda América es parte de la creencia muy difundida de que todo el bienestar que necesitamos para vivir viene de los ancestros y  para mantener el ciclo de la vida de los vivos debemos mantener el flujo de comunicación con los muertos; eso implica dar de comer a los muertos para recibir luego lluvia, fertilidad y bienestar”, dice Stothert.

En la mesa de Gonzabay, además de la comida y “el entierro” de objetos arqueológicos, sobre la mesa hay unos manteles de lana que hizo su madre, de esos de los que ya nadie hace. Son largos y blancos y se usan solo en estas fechas.

Dicen que unos días antes de que empiecen a prepararse las cenas, se ven luciérnagas en toda la provincia. Son un anuncio de la presencia de las almas.

Otra señal, según las investigaciones de la arqueóloga Maritza Freire, son “las velitas”, un brillo que se observa en las lomas y que forman una especie de procesión. “Si alguien considera no servir la mesa, los gallos lloran, los platos se rompen, o se mueven las mesas”, dice Freire.

A unas cuantas casas de la de Gonzabay está la familia del Pezo. Miguel, dedicado a la sastrería, sabe que puede armar su mesa con el dinero que le da el chancho que cría y reemplaza año a año. Él y Felicita Rosales, su esposa, aprendieron hace casi una década a hacer el pan viendo cómo lo hacía el finado Severo Guale en su horno.

En cada festividad iban a su casa a aprender porque querían hacer lo mismo.

Luego de que el veterano Guale murió, ellos decidieron construir su propio horno y recibir algunos encargos para el pan del día de los difuntos. En su casa preparan una mesa grande y llaman a todos los difuntos. Pero además del gran banquete para los muertos, desde La Libertad llegan unos 40 familiares y los parientes que viven en las casas aledañas, en Loma Alta. Después de dejar la mesa servida por un tiempo prudente, la familia caliente su parte y come.

Los veteranos Feliciano Tomalá y su esposa Zoila Pozo mandan a hacer pan para ofrendar a los finados por cuatro días completos. Ellos empiezan el 31 de octubre y cada día cambian la comida que incluye de todo: pollo, camote y tambores de yuca, un preparado con yuca rallada y envuelto en hojas. “Uno se duerme y no se sabe si vendrán. Todos los días se pone la comida, ya de tarde se la cambia, se prepara arroz con pollo, frejoles con arroz, lentejas, todo se pone en la ofrenda, todo lo que uno come y está bueno”, dice Feliciano acostado en su hamaca, en una especie de patio bajo su casa.

Todos los vecinos de Loma Alta recuerdan en esta víspera el día que tuvieron que volver a poner la mesa porque se había regado que los muertos no alcanzaron a comer a tiempo. No pudieron llegar todos y pidieron, a través de un vivo, que les volvieran a servir la mesa. “Y otra vez tuvimos que poner la comida”, dice Feliciano.

Dietrich Schwanitz escribe en su libro La cultura, todo lo que hay que saber, que hoy todos los hombres forman parte de la sociedad, pero esto constituye una novedad desde el punto de vista histórico.

“En la Edad Media —dice Schwanitz— también los santos, los espíritus, los muertos y el diablo pertenecían a la sociedad, por no hablar de los duendes, gnomos, monstruos, hadas y todo un zoológico de espíritus, convertidos entre ellos en otros tantos interlocutores”. 

La arqueóloga Maritza Freire percibe este ritual por los muertos que se realiza en la Península de Santa Elena y al sur de Manabí como una festividad tradicional. Freire trabajó en una investigación para la declaratoria patrimonial de esta ceremonia, un proceso que quedó estancado. La investigadora considera que lo más importante de este rito es el sentido que tiene de comunidad, la forma en la que todos trabajan y van de casa en casa pidiendo y haciendo el pan para celebrar a sus muertos. (I)

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