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Juan Mupincho lleva medio siglo sacándole lustre a la vida

Juan Mupincho lleva medio siglo sacándole lustre a la vida
Miguel Jiménez / El Telégrafo
14 de abril de 2016 - 00:00 - Patricio Carrera

El betunero, sin mucho afán, retira el periódico esparcido en la silla de madera alta. El cliente se sienta mientras expresa: “qué calor, ¿no?”. Juan, sentado en un banquito casi al nivel del piso, con los dientes apretados y entornando los ojos de pestañas blancas, mueve la cabeza afirmativamente. Al mismo tiempo saca una botellita, que en sus mejores tiempos fue de color verde y que ahora, con la tinta oscura de los años, ya es de un negro perlado. La coloca a su izquierda.

La técnica para betunar zapatos que posee Juan Francisco Mupincho, de 68 años, es lo que atrae a la clientela, acumulada a lo largo de 52 años. Ese es el tiempo que tiene como lustrador oficial de la Plaza Grande, en el corazón del Centro Histórico de Quito.

Él es uno de los 16 privilegiados que mantienen su cajón de betunar arrimado en los atrios del Palacio Arzobispal, a escasos metros del Palacio de Carondelet, entre la García Moreno y Venezuela, como una especie en peligro de extinción de un oficio que en el siglo 21 se niega a morir. “A la gente ya no le gusta lustrarse los zapatos tanto como antes, pero igual algo se hace”, dice Juan mientras destapa un tarro de bacerola negra.

Enseguida sus dedos giran diestros dentro de una telita oscura y brillosa, recoge la grasa con suaves toques, luego lo unta en el zapato izquierdo del usuario, sin prisa, pero asegurándose de que la acción no le tome más de un minuto. “Esto de betunar parece sencillo pero se aprende mi amigo... con los años”, afirma orgulloso Juan. El cliente mira de reojo la obra sin quitar la vista del periódico que trata de leer mientras le limpian el calzado.

Antes de terminar de engrasar saca, como en una especie de acto de prestidigitación, un cepillo de dientes pequeño, que lo introduce sin miedo en la botellita negra verdosa, y sin que se le caiga una sola gota lo pone en el zapato del cliente. Sus manos rugosas por el paso del tiempo y percudidas por el tránsito del betún, se mueven con el mismo ademán de un director de orquesta. Luego una untada más y el turno es del otro zapato; enseguida saca de la nada un trapo doblado del ancho de una bufanda, le da unos estirones en el aire por si tiene polvo y lo frota con fuerza contra el cuero hasta sacarle un brillo de espejo. Al terminar dobla cuidadosamente el trapito y lo cuelga con suavidad en su pierna derecha.

Don Juanito, como le conocen todos en la cuadra, le da el toque final con una cepillada de confianza antes de levantar el brazo para recibir los 50 centavos que cobra a cambio de devolverle al calzado la lozanía de sus tiempos de vitrina. “Esa es la técnica que nos gusta”, comenta Consuelo, cuya edad superó la barrera de los 40 hace 7 años, y se confiesa cliente de Juanito de toda la vida. “Le conozco desde siempre, lo miro todos los días de paso a mi trabajo un par de cuadras más arriba”, cuenta antes de sentarse para que le betunen los zapatos.

El veterano engrasador se saca la gorra que suelta una cabellera abultada gris que le tapa las orejas grandes pegadas a su cara cobriza. Sin entusiasmo pasa su mano izquierda por la cabeza, acomodando el cabello hacia atrás, y vuelve a meterlo en la gorra de tela. Apresurado recoge sus instrumentos para seguir lustrando.

Al mediodía, la Plaza Grande alberga cientos de personas de todos los géneros, modelos y edades, que suben y bajan, solos o en grupos, algunos conversando efusivamente en voz alta para que todos se den cuenta de que son felices, otros cabizbajos como si estuvieran contando tristes los adoquines del piso o con la vista hacia la catedral que flanquea la plaza entre el Palacio de Gobierno y el edificio del Municipio de Quito.

A esa hora el sol se arrima pesado a los caminantes, muchos de los cuales aprovechan para sentarse extenuados unos minutos a la sombra del cajón de los betuneros y de paso desempolvar el cuero que cubre sus pies antes de retomar los senderos de la capital.

El veterano lustrador llega todos los días a las 8 de la mañana en punto y no se va hasta que el día comienza a languidecer. En el sector los demás trabajadores y comerciantes informales lo conocen y le tienen afecto a pesar de que no es famoso por su buen humor.

Juan está acostumbrado al trabajo, el cual le ha permitido obtener lo suficiente para criar a sus 3 hijos: “no es mucho lo que se gana, antes era mejor” asegura el hombre, quien aprendió el oficio en un tiempo en el que el trabajo infantil era muy común. Desde los 16 años de edad no ha pasado una semana en que no haya salido a trabajar.

El hombre reside, casi la misma cantidad de años que tiene como betunero, en el sector de San Roque, a pocas cuadras de la Plaza Grande. No es muy comunicativo y no le gusta hablar de su familia, pero mueve la cabeza negativamente cuando se le pregunta si ellos también trabajan en lo mismo. “No, qué va”, comenta entre dientes. Desde su pequeño asiento ha testificado los cambios de la Plaza Grande. “Antes no había puestos fijos, todos caminábamos por aquí buscando clientes; la Plaza Grande en los 60’ tenía cerramiento y en esos años las personas acostumbraban a lustrarse dos veces al día”, cuenta sin distraerse de su labor.

Luego, en los años 70, quitaron las rejas, pero nunca se salió del perímetro de la Plaza a la que también considera su hogar. “Es uno de los puestos más antiguos”, asegura María, que vende caramelos diagonal a la silla de Juan, en el zaguán donde se concentran los betuneros de la Plaza Grande. “Es buena persona, creo que siempre ha estado aquí”, comenta suspirando.

Juan recuerda con nostalgia esas épocas en las que el uso de los zapatos de suela y cuero era una obligación de cualquier persona y por consiguiente los modales imponían la rigurosa visita diaria al betunero, cuya labor era indispensable en la conservación del brillo al caminar. Pero ahora la mayoría de gente usa zapatillas deportivas a las que Juan mira con desdén desde su diminuto trono de grasas y trapitos viejos. Reconoce que aún tiene tarea con la infinidad de estilos y modelos que necesitan de su toque de nitidez.

“No hay zapato que no se pueda limpiar”, asegura el experto en calzado, porque puede dársele brillo a la gamuza o recuperar la elegancia del mocasín, mantener destellando los zapatos de cordón o embellecer los de cuerito napa, lisos, arrugados, labrados, botas, botines, de taquito alto, bajo, con hebilla, o de tiras, y hasta sandalias.

Ninguno de los estilos se le han escapado a su toque mágico, aunque confiesa con cierto rubor que los zapatos de mujer son los más difíciles a la hora del betún debido a sus caprichosas formas. “Son más complicados que el matrimonio”, advierte riendo Juan. “Pero una vez que se les saca brillo da gusto mirarlos”, concluye. (I)

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