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Su ascenso empezó con la revuelta militar en 1854 contra Manuel Isidoro Belzú

Manuel Mariano Melgarejo Valencia cometió excesos durante la Presidencia de Bolivia

Manuel Mariano Melgarejo Valencia cometió excesos durante la Presidencia de Bolivia
05 de julio de 2015 - 00:00 - Pedro Reino Garcés, historiador/cronista oficial de Ambato

A veces me parecías más bien el caballo blanco cuando me  venías cabalgando con tu forcejeante trote militar por las habitaciones del palacio presidencial.

Otras veces eras el caballo Bucéfalo cuando bebías los toneles de cerveza compartiendo tus mágicas orgías, cuando resollabas cerca de mi boca. Tantas veces  me prendías tus espuelas de plata y eran rodelas de alaridos punzantes.

En mis dudas secretas, cuando tu casco de equino se proponía pisotear mi mapa lleno de las protuberancias del deseo, pensé que harías lo mismo que hiciste con la patria, regalarme al Brasil o borrarme del mapa, aprendiendo a la Reina Victoria de Inglaterra que dijo que nuestro  país no existe, informada de tan solo una arista de tus atinadas brutalidades excedidas.

Oyó la queja de su ofendido diplomático que se quejó con pelos y señales de cómo lo hiciste montar al revés sobre un burro, después de darle una golpiza, para que regresara a su Inglaterra. Montada en furia la Reina había dicho: ‘Ese país no existe’ y lo tachó del mapa.

Tú que conocías mi geografía con bosques escondidos, con punas inaccesibles y apetecibles cocales que me rebuscabas con la serpiente de tu lengua. Tú que bajabas a mis oquedades de Potosí escondidas en mis montañas íntimas repletas de los más dulces minerales, fuiste el saqueador urgido por los derrumbamientos de tus ambiciones.

Sacando de mis canteras más recónditas, todos los placeres que se pegaban a la barra de tu estaño. Aquellas veces, sola y yo misma era la patria que hociqueabas con tu nariz de zorro, con tus ojos hediondos de asesinatos, con tus barbas ensangrentadas después de haber abierto las venas de los indios.  

Quiero dejar mi testimonio tomado de la gente que no olvida tus virtudes producto de tu falta de neuronas. Dicen que por eso te hiciste militar notable, muy valiente y temerario.

Fuiste quien hizo la ‘Revolución de los Sargentos’ y el General Isidoro Belzú te condenó al fusilamiento. ¿Cómo agradeciste a las mujeres cochabambinas que imploraron por ti para salvarte?

Y porque los ruegos provenían de las damas, te perdonó la vida advirtiendo: algún día se arrepentirán de lo que piden. Con un balazo repleto de cariño le agradeciste a Taita Belzú, el que te había perdonado.

Eras imbécil, idiota y lo suficientemente bruto para adueñarte del poder con tu carrera: 1864 - 1871. Mostrando al pueblo desde el Palacio, el cadáver de Belzú, hiciste cambiar los gritos de la gente: Viva Belzú! Decían, hasta que mostraste su cadáver. Luego aprendimos a gritar ¡Que viva Melgarejo! Así empezó tu etapa más feliz: tu dictadura.

Recuerdo que bajabas a mis profundidades, a delirar con el sable desenvainado  que hería los orgasmos. Llegabas empuñado tu rifle analfabeto, hasta quedar mirando las tinieblas con el reverso de tus ojos paranoicos.

Tenías un jadeo de zampoña  sicu que zumbaba en mis oídos, el mismo con el que te sopló tu madre, y que te heredó de las punas de Tarata en Cochabamba, las que las mezcló en  su vientre, y que sopló en tu cuna un 13 de abril de 1820. ¡Pobre doña Lorenza Melgarejo! Ahora entiendo por qué no resistió amamantarte cuando armabas tus berrinches lactanciófagos.

Entonces, ella, la pobre, es un decir que me sale de la lástima, prefirió darte en el tetero la fermentada chicha, que afirman los que te han biografiado, que tenía 81% de grado alcohólico.

¿De qué más puede estar hecha tu sangre? ¿Qué delirios corren por tus venas? ¿Será por eso que me ha tocado vomitar en silencio tus placeres?

Quien sabe que lo de caballo lo hayas heredado de tu padre, ese don Ignacio Valencia, venido de las Españas quien se resistió a darte su apellido, y que te vio como se ve a un hijo natural, porque presentía que te quedaría bien eso de “burro albino” con que te han motejado quienes  bebían contigo hasta desvanecerse en la resaca, después de sentirse duros con los tragos más amargos de la Patria.

Tu alta genealogía, tu linaje arranca desde Mula allá en Belmonte. Tienes en tu sangre los ancestros de haragán. Perdón, me confundí con Aragón. Naciste el día de la Pascua, y decías que Dios así lo quiso  dando a entender que en ti resucitaba.

Creo que yo amaba de verdad tus embriagueces, porque tu lucidez era espantosa para todos. Sin embargo, amado mío, todavía añoro combatir contigo en cualquier forma, en cualquier lugar que para ti se llame lecho, cama, catre, refocilatorio, pesebrera, como  fue para ti la patria, la que también es mía, una vez que me envolviste en tu destino.

¡Ah! La guerra con Prusia y tus deseos de defender a Francia. Tres mil soldados te obedecieron para cruzar las selvas brasileñas y salir a buscar el mar.

No hiciste caso a los que te dijeron que cruzar el Atlántico es muy largo. Tu respuesta fue ‘cogeremos un atajo’.  De este empeño solo llegaste hasta Oruro. Tu pie lisiado pudo más que tu cerebro.

La amante del llamado ‘burro desquiciado’

¿Recuerdas cuando la hiciste fusilar con las mangas extendidas? Fue memorable ese día que te pusiste a desconfiar de la tela que vestían tus porfías. Luego viniste a mí, a buscar los botones de mi pecho para esconderte de tus miedos. La gente comprendía que hablando del destino yo era el muro de amor contra el que golpeabas los oleajes de esos mares demenciales.

La amante del burro desquiciado era la única que sabía que tus trastornos represados, solo yo podía retenerlos en tu pubis. Todavía amo tus embriagueces, porque estoy segura de vencerte. Nadie más que yo te ha contemplado después de una contienda. Otras mujeres te han visto desnudo, y no es lo mismo. Así dicen que te sorprendieron con doña Gertrudis Antezana, la esposa del presidente José María Achá.

Eras el hombre de moda, poeta que confundías los versos con las balas. No te importó el escándalo. Todo lo tapaban tus regalos con joyas de París, ¿quién te podía discutir si tenías toda la autoridad que tiene un ebrio? Nadie más que yo te ha dicho que eras el más brillante predicador de tus civismos, de tu ábaco de cuatro botones con el que se aprendía patriotismo en tu bragueta.

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