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El Telégrafo
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Esta mujer vive en azaya y trabaja desde temprano

Anita, la betunera peruana que se radicó en Ibarra

Aprendió a ignorar a los transeúntes que, en ocasiones, critican su trabajo o incluso se burlan de ella. Ella se gana la vida con este oficio. Foto: Eduardo Ortega
Aprendió a ignorar a los transeúntes que, en ocasiones, critican su trabajo o incluso se burlan de ella. Ella se gana la vida con este oficio. Foto: Eduardo Ortega
23 de agosto de 2015 - 00:00 - Eduardo Ortega

La presencia de la betunera que todas las mañanas se sienta detrás de su caja de lustrar resulta familiar para quienes recorren esta zona, próxima al mercado Amazonas.

Para guardar su anonimato, la llamaré Anita. “Tus zapatos hablan por ti”, es el lema con el que consigue nuevos clientes y conserva a los de toda la vida. Lo extraño es que esta mujer, de mediana estatura y espalda encorvada que a diario se dedica a embetunar el calzado, limpiarlo y darle lustre, tiene los zapatos remendados por doquier y cubiertos de polvo, como si jamás hubiese pasado un cepillo sobre ellos. Vive en Azaya, en Ibarra.

Asegura ser la fundadora de este barrio. Llegó a Ibarra con apenas un año de edad, en 1953. Nació en Chiclayo (Perú), el 15 de agosto de 1952 y, aunque no niega sus orígenes, sabe que es más ecuatoriana e ibarreña que peruana.

Desde que tenía  25 años, decidió dedicarse a sacar el brillo a los zapatos a los oficinistas del Municipio a las afueras de esta institución, porque quería estar más cerca del centro histórico de la ciudad.

Esta mujer decide tomar un respiro para dejar el betún de lado y tomar en sus manos el trapo rojo con el que saca brillo. Luego bromea con toda la seriedad de su ser “nunca he pertenecido al mundo de los cuerdos y me niego a pertenecer a él”.

Pasa sus dedos sobre su frente mientras se ensucia sin darse cuenta que quedan marcados.

Al mirarla, rápidamente pasa un trapo limpio para quitar la mancha. “Soy una ciudadana común y corriente, pero muy poco común y muy poco corriente”, dice mientras recuerda que lo último que aprendió fue ignorar a la ciudadanía que solo critica, porque asegura que ella vive y come gracias a la gente pero no recibe nada por voluntad.

Cuando está libre, se sienta al lado de su caja y lee una Biblia que cabe en la palma de sus manos. Al cabo de unos minutos, con el mismo trapito rojo en el aire, saca el brillo al calzado de los nuevos clientes que llegan a la zona. Lo hace con la misma destreza de quien domina el oficio desde la niñez. (I)

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