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Memorias presentes de Hiroshima

Memorias presentes de Hiroshima
29 de agosto de 2016 - 00:00 - Maximiliano Pedranzini. Ensayista argentino

El historiador francés Marc Bloch sostiene que “la memoria colectiva, al igual que la memoria individual, no conserva el pasado de modo preciso; ella lo recobra o lo reconstruye sin cesar a partir del presente”. (Marc Bloch, Memoria colectiva, tradición y costumbre, en Revue de Synthese, 1925). Con estas palabras de Bloch intentaremos reflexionar sobre una de las manifestaciones más letales de la barbarie cometida en una guerra que fueron los lanzamientos de las bombas atómicas a las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki por EE.UU. La primera, arrojada el 6 de agosto de 1945, fue la más destructiva, dejando un saldo de 80.000 personas pulverizadas y otras 150.000 muertas en los meses sucesivos. Esto sumado a los miles que sufrirían malformaciones de por vida a causa de la radiación producida por la explosión. EE.UU., en su afán de arrodillar a Japón y al Eje y mostrar los alcances de su poderío bélico nuclear (sobre todo a su socio ocasional en esta guerra que fue la URSS), lanzaría -bajo las órdenes del presidente Harry Truman- tres días más tarde, el 9 de agosto, una segunda bomba atómica sobre la ciudad de Nagasaki, haciendo que el imperio militar comandado por Hirohito se rindiera de forma incondicional. Cuestión que ha dejado ciertos dilemas historiográficos con respecto a si esto efectivamente se dio de esta manera, en lo que significó el preludio de la Guerra Fría y el temor fundado (principalmente por la sociedad norteamericana) por una probable hecatombe nuclear. El impacto de estos artefactos nucleares arrasaría con estas dos ciudades completamente indefensas y con poblaciones inocentes. Más de 70 años han transcurrido de esta tragedia que, junto con el genocidio perpetrado por el nazismo, representan los dos hitos más atroces del siglo XX y uno de los máximos crímenes de lesa humanidad que aún continúa impune y que tuvo la indiferencia de la comunidad internacional durante todos estos años.

En este sentido, el historiador británico Eric Hobsbawm dice que “en todos nosotros existe una zona de sombra entre la historia y la memoria, entre el pasado como registro generalizado, susceptible de un examen relativamente desapasionado y el pasado como una parte recordada o como trasfondo de la propia vida del individuo”. “La longitud de esta zona -afirma Hobsbawm- puede ser variable, así como la oscuridad y vaguedad que la caracterizan. Pero siempre existe esa tierra de nadie en el tiempo. Para los historiadores, y para cualquier otro, siempre es la parte de la historia más difícil de comprender” (Eric Hobsbawm, La era del imperio: 1875-1914, 6ª ed., Crítica, Buenos Aires, 2007, p. 11). Esto que describe notablemente Hobsbawm ocurre con Hiroshima.

En este presente se torna inconcebible que se arroje sobre una población civil una bomba atómica. Es una cuestión que después de siete décadas no tiene sentido ni razón de ser, pero que, como el holocausto judío, el lanzamiento de las bombas a Hiroshima y Nagasaki obedece a la racionalidad genocida de los imperialismos que en ese contexto beligerante han planificado y ejecutado estas formas de exterminio, similares por el nivel exacerbado de criminalidad infligida.

Sin embargo, Japón es un gigante dormido que todavía no ha despertado de su larga modorra, pero que debajo de la almohada se está rearmando para levantarse preparado para lo que se vendrá en un futuro que se presume complejo y atiborrado por la incertidumbre. Su papel será fundamental en esta renovada disputa interimperialista, en el que el territorio que supo dominar durante mucho tiempo ya no lo encontrará solo y tendrá, en este nuevo escenario, que compartirlo con quien ha sido su enemigo histórico: la República Popular China. Esto arroja más dudas de las que ya había, ahora integrando una alianza estratégica con su otrora verdugo EE.UU. y Alemania para mantener vigilado (militar y económicamente) el frente oriental, cuya hegemonía parece estar en manos de China; sin olvidarnos, claro está, de Irán y Corea del Norte -ambos cercanos al régimen de Pekín-, que han tomado la firme decisión de no quedarse afuera del concierto de potencias nucleares (pese a lo que diga y dictamine Occidente) en este revival de la Guerra Fría que proyecta sin pudor el siglo XXI. Paradójico por donde se lo mire. Una contradicción que Japón se ha resuelto superar para contener el avance chino en toda la región del Asia Oriental.

Ergo, estamos en el umbral de una nueva guerra a escala planetaria y que pondrá sobre el campo de batalla a las potencias que con todo su poderío bélico se disputarán el orden mundial claramente bifurcado entre naciones que no están dispuestas a ceder nada ante el viejo dominio occidental. Una situación que calienta cada vez más el clima de tensión mundial que amenaza con llevarnos a otra catástrofe, esta vez más destructiva que las que nos precedieron en la centuria pasada. (O)

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