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Allende y las Torres Gemelas

Allende y las Torres Gemelas
13 de septiembre de 2016 - 00:00 - Maximiliano Pedranzini. Ensayista argentino

Dos símbolos y una fecha con aniversarios que parecen, a simple vista, bifurcarse por el tiempo de los acontecimientos, por la corriente de la historia que arrastra, sin contemplación y con rauda vehemencia, estos dos hechos de nuestro pasado, uno más cercano que el otro; en tiempo y en espacio. Estamos hablando del magnicidio del presidente Salvador Allende (una aseveración sin medias tintas), asesinado por el genocida Augusto Pinochet el 11 de septiembre de 1973 en el Palacio de La Moneda quien, como buen hijo punitivo del imperio estadounidense, se convirtió en el brazo ejecutor de los planes de la CIA y Henry Kissinger para llevar a cabo la muerte del líder socialista chileno. El otro acontecimiento fue el autoatentado terrorista a las Torres Gemelas de New York, en 2001. Del primero han transcurrido 43 años y del segundo 15, pero el curso histórico de Nuestra América los aúna en un mismo sendero, en un mismo sentido, bajo una misma matriz ideológico-política.

Ahora bien, comencemos por el hecho más reciente de los dos: el autoatentado a las Torres Gemelas de 2001. El crimen perfecto, la excelente coartada para expandir la hegemonía imperialista norteamericana a Medio Oriente bajo el argumento de la “guerra contra el terrorismo”, particularmente el islámico. En ese mundo donde habita el Islam se arrojó EE.UU. con todo su poderío bélico iniciando una invasión a gran escala que comenzó ese mismo año en Afganistán y continuó -hasta nuestros días- en Irak dos años después, destruyendo ciudades enteras, exterminando pueblos a su paso y fracturando la integridad social y geopolítica de estos países. Esto llevó el colapso de la región y el caos sistemático en todas sus formas. El devenir post Torres Gemelas no solo produjo esta tragedia de proporciones apocalípticas, sino que engendró un huésped en la Mesopotamia igual de siniestro que su progenitor: el Estado Islámico.

El presente es historia, como vemos, y si partimos del concepto de que el terrorismo es constitutivo del imperialismo, sabremos que el terrorismo de Estado articulado desde el Plan Cóndor por EE.UU. en el Cono Sur a partir de los años 70 es una manifestación concreta e inobjetable de esta lógica. Por lo tanto, lo que ocurrió con Allende fue la consecuencia de la razón imperial estadounidense.

El lenguaje varía, la retórica rediseña y recrea las palabras y los enunciados, pero los significados en el fondo siguen siendo los mismos. Bush tras los atentados de 2001, brinda un belicoso discurso el 29 de enero de 2002 en la Academia Militar West Point, donde anunciaba la adopción de la denominada doctrina de la “guerra preventiva” -eufemismo de invasión imperialista- (“preemptive war”) por parte de Washington como estrategia de seguridad nacional para la nación. Similar a la doctrina de seguridad nacional impulsada en la década del ´60 durante las administraciones de Kennedy/Johnson y Nixon en el contexto de la Guerra Fría que adoptaron las distintas dictaduras en América Latina como plan en la lucha contra la subversión marxista y que fue el umbral para el Plan Cóndor años más tarde.

En el marco de este plan terrorista de escala continental, el concepto utilizado por las dictaduras genocidas fue el de “guerra contra la subversión” o “guerra sucia”, como parte de este plan para aniquilar a las guerrillas y a los movimientos obrero y estudiantil combativos. La palabra “guerra” vuelve sobre sus propios pasos en el vocabulario del poder norteamericano. Guerra contra la subversión o guerra preventiva, ¿cuál es la diferencia sustancial? En rigor, ninguna. Son ramas de un mismo tronco: el del terrorismo imperialista de los EE.UU. A Allende lo persiguió esta retórica, la retórica universal del imperio, que es la del terror, la de la muerte, la de la desaparición, la del exterminio y el genocidio. Una retórica que se hizo carne en la fuerza institucional de una bestia llamado poder militar que viró sus armas hacia el pueblo y hacia su representante, un sujeto peligroso que había que liquidar.

Allende se queda en La Moneda, resistiendo estoicamente la encrucijada de las tres ramas armadas y los Carabineros. Porta un casco de combate y empuña con la mano derecha un fusil AK-47 que le obsequió Fidel Castro. Abandonar el campo de batalla no es una opción para Allende y lo afirma con toda convicción. Se queda en la sede presidencial dando pelea hasta el final. Sus últimas palabras, que forman parte de su postrero discurso que dio a las 10 de la mañana de ese día, van dirigidas a los trabajadores de su patria y a la esperanza de que ellos, como “hombres libres”, construirán una sociedad más justa e igualitaria. Es el llamamiento para construir las bases del socialismo que se extinguió esa tarde de septiembre.

Allende murió luchando, hasta el último instante, y eso debe dejar orgulloso a cualquiera que luche, desde la dignidad, por la emancipación de su pueblo. Porque Salvador Allende encarna precisamente eso: la dignidad. Aquello es por lo que en esta fecha los pueblos de Nuestra América y el mundo rememoran su nombre, mientras que el de las Torres, solo queda empotrado en las efemérides de la historia como un acontecimiento que nos marca hasta dónde son capaces de llegar por ver de rodillas al planeta entero. 1973, 2001, no importa el año, el contexto se renueva, no así sus fines que siguen siendo los mismos. ¿Qué nos queda a nosotros? Tomar conciencia histórica de todo esto, saber hacer un balance hermenéutico prudente y dejarnos encandilar por la luz de su faro, que invitó, al mismo tiempo, a creer y a soñar que el socialismo por la vía democrática era posible, aunque le haya costado la vida. Un sueño del que se aferró hasta las últimas consecuencias y del que -como estoy seguro- nos invita a aferrarnos con el mismo ímpetu, con el mismo coraje, con la misma voluntad. Ese es Salvador Allende, un prócer de la Patria Grande. (O)

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