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Un día esta mujer esmeraldeña optó por enviar a su hijo a estudiar a chile. el joven será ingeniero electrónico

Aunque aún no los defiende en tribunales, doña Marcela es la ‘abogada de los pobres’

En la escuela Plácido Caamaño de la isla Trinitaria Marcela Valencia lleva 3 meses impaga; comprende la situación ya que evidencia la pobreza de sus alumnos. Foto: Karly Torres / El Telégrafo
En la escuela Plácido Caamaño de la isla Trinitaria Marcela Valencia lleva 3 meses impaga; comprende la situación ya que evidencia la pobreza de sus alumnos. Foto: Karly Torres / El Telégrafo
10 de abril de 2015 - 00:00 - Néstor Espinosa

Incansable. Trabaja el día entero y estudia también diariamente desde hace 35 años. Cuando llega a su casa en la noche siempre encuentra algo que hacer, aunque pareciera que no porque ahora vive sola.

Empieza recogiendo los plásticos, los papeles y cuanta basura encuentre sobre su acera, claro, no sin antes lanzar un sermón, que va en forma de lección sobre las buenas costumbres y los artículos que condenan el irrespeto a las ordenanzas.

Doña Marcela, como la conocen en el barrio, o miss Hilda, como la llaman sus alumnos, es la misma persona. “Hace valer sus dos nombres porque vale por 2”, bromea su sobrino Benito Mafare, quien le debe muchas lecciones de vida.

Doña Marcela, ahora de 63 años, nació y creció en condiciones austeras en Esmeraldas. Llegó a Guayaquil cuando tenía tan solo 8 años. “Podría decirse que soy fundadora del Cristo del Consuelo”, comenta entre risas.

Su familia fue una de las primeras en asentarse en ese sector del suroeste del puerto principal.

Siempre llevó pesadas cargas sobre sus hombros. Mientras sus hermanas mayores salían a trabajar para mantener el hogar, ella cuidaba a sus sobrinos. Por eso algunos incluso hoy le dicen mamá y su palabra sigue siendo una orden.

Cuando concluyó la primaria pensó que ahí terminaría su educación formal; un día -sin embargo- tomó fuerzas y se inscribió en un colegio nocturno donde se graduó de bachiller, pese a la oposición de su familia que quería que se quedara en casa ayudando en los quehaceres.

Entonces no sabía qué carrera escoger, de lo único que estaba segura era de que iría a la universidad a cualquier precio. Ser maestra no estaba entre sus planes, seguramente por el cansancio que sentía por cuidar a más de 12 sobrinos.

Como bachiller fue a trabajar con la doctora Elvia Álvarez Castro, quien regentaba un colegio en el Suburbio Oeste. Ella la inspiró a convertirse en maestra.

“Me enseñó que si un niño se duerme en clase no necesariamente se debe a que no ha descansado lo suficiente en la noche anterior sino que puede tener problemas más graves, como anemia o ser víctima de maltrato. Un día la doctora Álvarez hizo una encuesta en privado a todos los niños y me probó que casi el 90% de ellos iba a la escuela sin desayunar. Eran niños muy pobres. Entonces comprendí que uno no es maestro para ganar un sueldo sino para servir a los demás”.

En 1980, doña Marcela ingresó a la Facultad de Filosofía y Letras y luego de varios años de estudios se graduó de licenciada en Filosofía y Letras. Inmediatamente, en la misma facultad, ingresó a otra carrera y se graduó de licenciada en Administración y Supervisión Educativa.

Lo mío es combatir la injusticia...

No se trata de luchar contra el crimen organizado ni ser un superhéroe contra las guerras o las disputas ideológicas. No, para doña Marcela el hecho de que un niño vaya a la escuela sin desayunar es lo suficientemente injusto como para preocuparse y resolver el problema.

Durante ocho años mantuvo una escuela en uno de los sectores más marginados, con altos índices de violencia, en Las Malvinas, al sur de Guayaquil. Ahí sus alumnos eran aquellos niños que ninguna escuela admitía. Se trataba de niños con problemas graves de comportamiento y aprendizaje.

“No era que los niños actuaban así por malos,  que no aprendían porque no les daba la gana. Esos chiquillos venían de hogares totalmente disfuncionales, cargados de violencia, producto de la marginalidad y la pobreza”, se lamenta, pero al mismo tiempo  cuenta orgullosa que en su escuela logró mejorar la vida de muchos de esos niños y también la de sus padres. “Esas son las injusticias que no soporto, contra eso lucho todos los días”.

Cerró el año pasado la escuela en Las Malvinas porque el espacio era demasiado reducido y no podía cumplir con todos los requisitos de ley, especialmente el pago a los maestros. “Respetuosa de la ley como soy, no podía caer en ilegalidades”, explica. En esa lucha contra las injusticias y para contar con mayores herramientas hace 6 años ingresó a la Facultad de Jurisprudencia “porque hay mucho que hacer por las madres solteras, las mujeres abusadas, los padres abandonados, los niños y niñas víctimas de violencia física y sexual”, detalla mientras respira profundo y se limpia el sudor de la frente generado por la alta humedad de la mañana guayaquileña.

En el barrio donde vive doña Marcela Valencia, todos ya la llaman abogada. ‘Buenos días abogada, buenas tardes, abogada; buenas noches, abogada’, le dicen sus vecinos con respeto, el cual se lo ha ganado día a día y con la ley en la mano. El Cristo del Consuelo no es un barrio fácil, pero luego de tantos años de trabajo incansable por lo menos la calle donde vive doña Marcela es un ejemplo a seguir.

Allí nadie cierra la vía para jugar fútbol, tampoco se hacen fiestas fuera de casa ni se ponen parlantes en las ventanas para compartir la música con todo el barrio.

“¡Ay! No ha sido fácil, créame. Hace unos años incluso debí denunciar a unos policías que no hicieron cumplir la ley. Cuando me llamaron a declarar me preguntaron ¿dónde está su abogado? Y les dije: No necesito un abogado, porque conozco la ley. Y leí el articulado que los policías no habían cumplido”.

“Algunos vecinos se mudaron del barrio porque -según ellos- no podían vivir con esa mujer como vecina”, cuenta su sobrino Benito.

Doña Marcela tuvo muchos desencuentros con una familia del barrio en particular (los Valarezo), pero con el paso de los años terminaron dándole la razón y pidiéndole disculpas por todos los altercados ocurridos. Ahora los Valarezo también contribuyen a mantener la calle limpia y ordenada.

La más dura de las batallas la enfrentó con su propio hijo, Jorge Serrano, quien un día, mientras estudiaba en el emblemático Vicente Rocafuerte, le dijo que no quería seguir yendo a clases. Entonces lo cogió de la mano y le dijo: “¿No quieres ir al colegio? Entonces desde mañana voy contigo y me sentaré a tu lado en clases, porque te vas a graduar”.

Jorge prefirió volver al siguiente día solo al colegio. En otra ocasión, cuenta, Jorge le dijo que ya no quería ir a la iglesia y ella le respondió: está bien, haremos de nuestra casa una iglesia, porque jamás vamos a dejar de orar.

Cuando mi hijo se graduó fue una emoción inmensa, parecía que yo  me había graduado. Entonces empezó lo peor.

“Como usted sabe el barrio no es fácil. En el pasado incluso era peor y mi hijo empezó a tomar y a juntarse con jóvenes que andaban en malos pasos, ¿pero sabe qué?: lo perseguía a todas partes e incluso lo iba a sacar de los lugares que no me agradaban. Me prometí que no lo perdería. Y no lo perdí”, sentencia, y rápidamente limpia la lágrima que se le escapa, pese a la dureza de su carácter.

Doña Marcela un día optó por sacar del país a su hijo. Reunió dinero y lo mandó a Chile, donde residía su padre. Ahora Jorge está próximo a graduarse de ingeniero electrónico y desde hace varios años trabaja en una compañía aérea. La última vez que me visitó me agradeció por todo lo hecho y me dio la razón.

Una lucha interminable

Desde el año pasado, luego de cerrar su escuela en Las Malvinas, empezó a trabajar en otro plantel, en la cooperativa de vivienda Madrigal, en la isla Trinitaria, un sector plagado de violencia e inseguridad.

“Esto no es por ganar dinero porque fíjese que llevo 3 meses sin pago”, confiesa doña Marcela, e inmediatamente aclara que los niños que asisten a la escuela José María Plácido Caamaño carecen de recursos y no pueden pagar la pensión, por ende la escuela no cuenta con recursos para pagarle.

Muchos de los niños que asisten a este establecimiento son considerados niños de la calle, sin un hogar estable, muchachos trabajadores que apenas consiguen dinero para comer.  “Realmente no me angustia mi situación, más me angustia la situación de estos niños. Este año pese a lo duro de la situación todos mis alumnos aprendieron a leer y escribir”. (F)

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