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El procurador General anunció la detención de 34 personas, 26 de ellas policías, todos implicados en el caso guerrero

“Vivos los queremos”, dice la multitud

Los familiares caminan bajo un sol ardiente y leen en voz alta los nombres de sus hijos, sobrinos y hermanos desaparecidos la noche del 26 de septiembre. Foto: Paula Mónaco.
Los familiares caminan bajo un sol ardiente y leen en voz alta los nombres de sus hijos, sobrinos y hermanos desaparecidos la noche del 26 de septiembre. Foto: Paula Mónaco.
11 de octubre de 2014 - 00:00 - Paula Mónaco

“¡Vivos se los llevaron!”, grita una persona. “¡Vivos los queremos!”, contesta una multitud. Son miles. Maestros, amas de casa, trabajadores, indígenas, policías comunitarios, integrantes de movimientos sociales y estudiantes de la Normal Rural Isidro Burgos, de Ayotzinapa. Marchan en Chilpancingo, capital del estado de Guerrero. Durante 4 horas caminan por calles principales; gritan con dolor y rabia. Piden justicia por la ‘masacre de Iguala’, una pesadilla que para ellos inició la noche del 26 de septiembre cuando 6 personas fueron asesinadas, 25 heridas y 43 desaparecidas. Un nuevo capítulo en la historia más negra de México, que ya se compara con la masacre de estudiantes en Tlatelolco (1968).

Adelante marchan los familiares. Caminan bajo un sol ardiente y leen a gritos los nombres de sus hijos, sobrinos, hermanos.

Padres, hermanos, tíos, parientes y compañeros de los 43 jóvenes están desesperados porque a 2 semanas de los hechos no hay avances significativos en las investigaciones. Las autoridades detuvieron a 30 policías y hallaron una fosa clandestina que, según informaron, tenía restos de 28 personas que no han sido identificadas.

Se alientan con las noticias que llegan desde otros lugares. “¡Están marchando en Londres! ¡En Venezuela! ¡Hay protestas en otros países y en la ciudad de México”, arengan desde micrófonos.

 “Tienen que entregar a los jóvenes con vida. No nos interesan las versiones de las fosas clandestinas porque entre los 28 cuerpos aparecieron 2 de sexo femenino. No pueden ser ellos porque no iba ninguna mujer”, dice Manuel Martínez y las palabras le brotan del pecho con intensidad. Busca a su sobrino.

Los moradores de Ayotzinapa se han unidos en apoyo a los familiares de los desaparecidos. Todos salieron a las calles el pasado jueves y viernes. Foto: foto:Paula Mónaco.

“No puede ser que estén muertos, ¡no puede ser! No puede ser que haya sucedido una desgracia tan grande porque Martín es un jugador de fútbol”. Con la voz entrecortada habla Elizabeth Torres Sánchez, prima de Martín Getesmany Sánchez García, un jovencito de 20 años que cursaba el primer año para ser maestro rural.

Su familia está destrozada, “es mucho el dolor, es desconcertante”. Marchan en grupo; llevan camisetas idénticas y cargan una gran manta con su foto. Cerca de ellos, una cartulina anaranjada escrita a mano dice “Queremos de regreso a Alexander Mora Venancio”. La carga su madre y no puede más que llorar.

Una muchacha toma valor.  “Soy hermana de Abel” (Abel García Hernández), dice a EL TELÉGRAFO. “Queremos que el gobierno dé la cara y que nos comprenda; queremos encontrarlos vivos. No sabemos nada, nada. Por eso estamos aquí, queremos una respuesta siquiera”. A Verónica le ganan las lágrimas y sigue su amiga Susy. Reclama que la desaparición forzada de estos 43 jóvenes es posible “porque somos gente pobre. La mayoría de los estudiantes (de Ayotzinapa) son campesinos y algunos son indígenas, algunos no pueden ni traducir (al castellano)”.

Con orgullo resaltan que Abel y ella son indígenas mixtecos, nacidos en el municipio costero de Tecuanán. El gobierno “no quiere que los estudiantes suban y aprendan a desarrollarse porque no quiere que los indígenas se defiendan, porque quiere que sigan en la marginación”.

Las normales rurales son una herencia de la Revolución Mexicana; una de las pocas opciones de educación superior gratuita a las que hoy tienen acceso los jóvenes pobres. La de Ayotzinapa fue fundada en 1936. Allí estudian hijos de trabajadores y campesinos que sueñan con ser maestros rurales.

Los moradores de Ayotzinapa se tiran en el piso. Con aerosoles de pintura negra rodean sus propios cuerpos. Trazan siluetas y al levantarse dan el toque final: una marca roja en el corazón, una herida, un disparo. Son los cuerpos de los ausentes en los cuerpo de los sobrevivientes. “¡Porque el color de la sangre jamás se olvida!”, gritan por las calles los estudiantes normalistas. No cesan de repetir consignas que parecen salir de las vísceras. Sus rostros se tensan y sus voces son graves, fuertes.

Los estudiantes de la normal rural Isidro Burgos siempre han hecho pública su ideología de izquierda. “Cuna de la conciencia nacional”, dice la entrada al internado en donde las paredes se cubren con murales sumamente políticos.

Son rechazados por las clases acomodadas de Guerrero y en el país cargan con el estigma de revoltosos, alimentado por los grandes medios.

Los gobiernos han reprimido sus protestas y así en 2011 dos normalistas murieron por disparos policiales. Pero ahora la situación ha ido más lejos. Dicen que la noche del 26 de septiembre “la intención de los policías era asesinarnos, eso era evidente”.

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