Pudo ser un final de fiesta. Sin que ni siquiera importe el triunfador de las elecciones del 21 de abril pasado. Se hubieran cerrado cinco años de verdadera alternancia. Y en el balance de ganancias y pérdidas arrojaríamos un claro superávit en civismo. La democracia saldría indudablemente robustecida de esta experiencia única en nuestra historia. Pese a todo, tendríamos algo que festejar: los paraguayos habríamos sido capaces de sostener lo que la mayoría decidió un, ahora lejano, 20 de abril de 2008.
Estaríamos celebrando la normalidad de un país inserto en los procesos integradores de la región y el mundo. Seguiríamos dirimiendo nuestras diferencias en los estrados correspondientes, y aunque el Parlamento nos siguiera pareciendo moral e intelectualmente paupérrimo, por lo menos tendríamos el recurso de decir que nada se quebró por el camino: que la primera experiencia pacífica de transición política de un gobierno a otro estaba culminando con total éxito.
Expulsaron al “cura facineroso” pero multiplicaron sus defectos a la enésima potenciaPor supuesto que abundarían aquellos que celebrarían el abandono del poder de quienes descalificaron desde el primer día de gestión. Y no es menos cierto que aquellos que hoy están recuperándolo, ahora ya sabrían con certeza que cada vez que marchen a la llanura tendrán que esperar, -les guste o no- cinco años completos. Las reglas serían al fin claras en ese sentido y ningún trasnochado seguiría pensando que si un presidente no se adapta a los caprichos de los poderosos, podría ser echado de vuelta por el método ya probado exitosamente en junio de 2012.
Pero lastimosamente escogimos el camino más corto. La interrupción abrupta de un proceso -tragedia de Curuguaty de por medio, como perversa excusa- y el acuerdo de los dueños tradicionales del poder para hacer lo que siempre han hecho: cambiar todo para no cambiar nada, definieron nuestra actual realidad. Y aunque repitan como loros que todo el mundo está equivocado menos nosotros, cualquiera sabe que por este tipo de prácticas prepotentes la democracia paraguaya sigue siendo escasamente confiable.
En ese vil propósito estuvieron abocados todos: liberales, colorados, empresarios, productores e industriales. Pusieron un entusiasmo enorme en convencernos de que nos estaban salvando de una catástrofe, y en 12 meses nos devuelven un país con las arcas vacías, aislado de gran parte del mundo y en problemas serios para reencauzar su institucionalidad. Con filas de pobres exigiendo su mendrugo mensual. Recortes de servicios esenciales, paros docentes y virtual cesación de pagos de las cuentas del Estado.
Así, en medio de un verdadero festival de cierres de rutas, sospechas de corrupción por todas partes, medias paladas que nunca se asomaron a la concreción de obra alguna y empresas asesoras perdedoras de licitaciones que hoy fungen de jueces capaces de suspender cualquier obra que no le toque al “nuevo equipo”, el país aguarda sin mucho entusiasmo el aburrido ritual de la transmisión de mando del 15 de agosto.
Ni el triunfalismo bobalicón del auto elogio permanente y las condecoraciones exhibidas con infantil orgullo, ni las costaneras a medio hacer, ni mucho menos las proyecciones económicas fantasiosas, que de concretarse solo benefician a la misma minoría de siempre, pueden tapar la magnitud del descalabro. La ruta de la mentira sigue mintiendo. El bandidaje generalizado fue como siempre la norma. Expulsaron al “cura facineroso” pero multiplicaron sus defectos a la enésima potencia. Demostraron en apenas un año por qué la gente les ha negado sistemáticamente triunfos electorales limpios.
El Titanic de la aventura golpista está llegando a su puerto final. No hay motín a bordo porque sus tripulantes, rojos y azules en su gran mayoría, son finalmente la misma cosa. Tan solo se percibe un reacomodo generalizado. Alguna que otra disputa sin importancia y un país que los mira azorado, desde abajo, sin capacidad de reacción.