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El verdadero origen de la violencia

El verdadero origen de la violencia
17 de agosto de 2014 - 00:00 - María Eulalia Silva

Durante mucho tiempo se ha buscado conocer dónde se origina la violencia. Hoy se la atribuye a la ‘descomposición de la moral’, a los videojuegos violentos o a los programas de televisión, aunque parecen olvidar que la violencia en las sociedades humanas fue siempre mayor que ahora.

Antiguamente se decía que la culpa de nuestros actos violentos estaba en la herencia del pecado original de Adán y Eva. Con la Revolución Francesa nacería una creencia absolutamente opuesta al mito de la expulsión del paraíso: que nacemos buenos y que son la sociedad y la civilización las que nos van haciendo malos, es el mito volteriano de ‘El buen salvaje’ que ha perdurado hasta hoy.

Desde entonces se ha idealizado a las sociedades primitivas y se las ha querido mostrar como culturas pacíficas, porque vivían en contacto con la naturaleza, en el paraíso antes del pecado de comer del árbol del conocimiento. Algo así como que en los pueblos en los que había menos educación, menos instituciones sociales y menos de lo que llamamos ‘civilización’, había menos violencia. Falso por completo. Salvo unos pocos casos aislados, los estudios prueban que la violencia entre los pueblos primitivos era aún peor que en las sociedades modernas. ¿Por qué? Porque su entorno hostil los obligaba a luchar por su supervivencia.

El prestigioso psicólogo Steven Pinker, en su libro ‘La tabla rasa’ aporta una enorme cantidad de datos al respecto. Por ejemplo, estudios realizados entre tribus de África y Sudamérica muestran que en promedio uno de cada 6 indígenas moría por guerras y otros conflictos violentos. En sociedades modernas, incluyendo las guerras mundiales, esa relación es de apenas uno cada 30, es decir, 5 veces menos violentas.

Este y muchos datos más de estudios científicos llevaron a Pinker a concluir que no venimos al mundo como una hoja en blanco donde todo está por escribirse. Por el contrario, nacemos con una serie de predisposiciones genéticas y, entre ellas, una tendencia natural a la agresividad.

Debemos partir de que estamos estrechamente emparentados con el resto del mundo animal en el que la lucha por la supervivencia es cotidiana y esencialmente violenta. Las investigaciones han demostrado que ese instinto se aloja en los humanos en el área más profunda y primitiva de nuestro cerebro, el llamado cerebro reptiliano. Allí también se aloja el instinto de supervivencia que compartimos con el resto de animales. Es el que nos permite reaccionar ante una amenaza, huyendo o atacando, incluso hasta el punto de matar, a veces en defensa propia, otras veces no.

Para Pinker existen pruebas de que la evolución nos fue preparando para la violencia. El mayor tamaño y fuerza de los hombres demostraría que estamos preparados para la competencia y la lucha entre machos. Algunas sustancias químicas producidas en el cerebro desencadenan nuestras reacciones de huir o luchar. Y tal vez esta sea la evidencia más importante: los niños, incluso antes de aprender a hablar ya se pelean. Y no porque se los haya enseñado nadie, ni necesariamente porque tengan un mal ejemplo en casa, sino porque ya nacen con un instinto de conservación.

Pero para aplacar este instinto contamos con la parte más superficial y más nueva de nuestro cerebro, el neocortex, donde se encuentra la razón. En esta delgada zona reside la conciencia que nos obliga a actuar pensando en los demás. Eso es algo único de los seres humanos y es producto de la sociedad. La sociedad es la que aporta las normas de convivencia. Primero en la casa, luego en la escuela y el colegio se nos va poniendo límites y reglas que nos permiten convivir con los demás. A velar por el bien común, a ir abandonando el egoísmo infantil, a compartir los recursos disponibles y a no pelear por quedarnos con todo.

Del entorno social depende si esa agresividad que todos tenemos se convierte o no en violencia. Por ejemplo, vivir en un ambiente donde reina una gran desigualdad social es una causa comprobable de la violencia. Basta comparar los índices de crímenes cometidos en diversos países. Pongamos el ejemplo de Honduras, donde se registran 60 asesinatos por cada 100 mil habitantes; en Sudáfrica 36 y en Brasil 22. En el otro extremo están países con mayor equidad social. Ahí estas cifras caen estrepitosamente. Veamos algunos ejemplos: Canadá 1,7, Suecia 0,9 y Japón apenas 0,5.

La cultura de la violencia puede empezar a erradicarse desde el hogar, enseñando a los más pequeños que todos los miembros de la familia deben respetarse, poniendo límites y reglas que deben cumplirse, convenciendo con la razón y el diálogo. Luego, en la escuela y en el colegio, promoviendo la solidaridad y el trabajo en grupo y la tolerancia hacia los que son diferentes o piensan diferente.

También se combate la violencia con el control y la represión social, pero junto con todo eso deben garantizarse las condiciones para que todas las personas tengan igualdad de oportunidades y la posibilidad de llevar una vida digna. Allí empieza la lucha contra la violencia y es lo que nos permite a los humanos poder seguir viviendo en manadas.

Si la agresividad es un impulso que traemos ‘de fábrica’ para asegurar nuestra supervivencia, la educación permite la convivencia.

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