La innovación tiene una naturaleza contextual. Cuando se la concibe como un acto puramente individual, se generan políticas centradas en proteger los derechos de propiedad, incentivar la inversión extranjera o disminuir los costos de los trámites. Si bien estas acciones podrían ser necesarias para facilitar nuevos emprendimientos, aquellas no son suficientes para desatar y difundir procesos de innovación sostenibles en el tiempo. En estricto sentido, la innovación está relacionada con prácticas, eventos, condiciones y saberes que trascienden a los confines de una empresa y que superan al acto creativo de una persona.

La innovación es un resultado social complejo que depende de la presencia (o ausencia) de “bienes comunes” que permiten (o inhiben) el surgimiento, el despliegue y la ejecución de la capacidad creativa de los agentes económicos. Entre esos bienes potencialmente compartidos por todos se encuentran las normas formales e informales que moldean las prácticas cotidianas relacionadas con el trabajo, la cooperación y la competencia. También esos comunes incluyen a “activos intangibles” como la sofisticación de las instituciones que vinculan a los agentes entre sí, las relaciones reales existentes entre los académicos y los productores o las memorias colectivas usadas para percibir, almacenar y trasmitir conocimientos tácitos útiles para fines productivos. Obviamente, el acervo específico disponible de esos bienes comunes genera patrones de innovación que varían según tipos de países y ramas económicas.

En respuesta al carácter social del conocimiento, los países desarrollados han creado “sistemas nacionales de innovación”. Su propósito suele ser crear condiciones, organizaciones e instituciones que permitan articular a agentes dispersos y superar así situaciones de bloqueo estructural a la innovación. Como puede apreciarse en las experiencias más exitosas de transformación económica ocurridas en Asia, los sistemas de innovación no buscan superar solo “las fallas del mercado” sino también eliminar aquellos obstáculos que emanan de las relaciones descoordinadas entre la sociedad, el empresariado y el Estado. Para poder lograr esas articulaciones virtuosas, la planificación asume al territorio como su objeto de intervención. En el gráfico 5 se observan los países que escalaron más posiciones en el índice de innovación entre 2012 y 2013.

La localización espacial de las actividades es fundamental para activar procesos de innovación. Dado que “el contexto sí importa”, la innovación está asociada a las formas urbanas imperantes en un momento determinado. Una ciudad puede ser concebida como una gran infraestructura cuyas características condicionan el desempeño de las actividades productivas. Por ello, incluso cuando está localizada en una economía nacional poco dinámica, usualmente, una ciudad sí puede consolidarse como un espacio de innovación si logra dotarse de los “bienes comunes” pertinentes para sostener a una determinada actividad económica como una opción abierta a todos.

Por último, se debe recordar que las capacidades innovadoras de una ciudad no emanan ni primaria ni exclusivamente de sus articulaciones con “los mercados globales”. Los procesos económicos no son así de simples. La innovación permanece como el atributo de una economía subnacional cuando, ante todo, ésta logra articularse con otras economías subnacionales. En los estudios comparativos recientes sobre las capacidades de innovación existentes en distintas economías regionales, se evidencia que la capacidad de una ciudad para mantener flujos de personas, capitales y conocimientos desde y hacia otras ciudades permite entender por qué las actividades de innovación tienden a aglomerarse en determinados territorios a expensas de otros. Por eso, una ciudad innovadora es aquella que puede postularse y realizarse como un nodo dentro de una red de ciudades que comienza “país adentro”.