Javier Vásconez, ni qué decir, no es un desconocido. O tal vez debería ser más preciso: no todo el mundo lo conoce, pero los que están al día de la buena literatura que se escribe en América latina sabemos de él. Vásconez es un notable autor y, además, uno de esos escritores transidos de letras, o sumamente literarios. No me refiero a que él escriba obras metaliterarias, esos textos que se pierden en divagaciones o en tinglados pretenciosos destinados a que el autor haga alarde de su manera de mirarse el ombligo. Nada de eso. Su literatura es narrativa pura, en toda la regla; vale decir, sus libros nos cuentan historias, pero con un discurso vívido y que fluye en un mar de guiños literarios, porque Vásconez ha vivido, y vive, en olor de efervescencia literaria.
Paso a dar pruebas que afianzan esta opinión. Vásconez nació en Ecuador, país que se halla atravesado por una línea imaginaria, la línea del Ecuador. ¡Qué más literario que esto! Todo el mundo comparte la fantasía de esa línea, aunque nadie la ha visto. Tal línea la sentimos real, al igual que sentimos real a Dios, como si este de veras existiera. A propósito de ello, y no sin razón, el gran Jorge Luis Borges sostenía que las religiones son una rama de la literatura fantástica. Con nuestro país vecino, el Ecuador, la geografía también puede serlo, y más aún si este se nos ofrece bajo la mirada y la atmósfera de las narraciones de Vásconez.
¿Y por qué digo que Vásconez es tan literario? Veamos. El personaje de su última novela, La otra muerte del doctor, se llama Josef Kronz e indudablemente es judío. Este dato, de por sí, ya es literario. Entre los primeros escritores del mundo, han sido los judíos quienes dieron origen, junto a los griegos, a la civilización occidental. Pues nos legaron poesía, crónica histórica, sermones morales y, sin lugar a dudas, relatos con ráfagas de literatura fantástica.
Ahora bien, Josef Kronz no solo es judío, sino que incluso su nombre evoca las iniciales de quien es el judío literario más célebre entre las literaturas de nuestro extremo occidente, JK, que alude al Josef K de Franz Kafka, el protagonista de El Proceso.
¿Qué más literario que Kafka en el siglo XX, y lo que va del XXI? Tanto Kafka, al entregarnos una nueva manera de mirar el mundo, como James Joyce, al entregarnos una multitud de técnicas narrativas para aprehender las distintas realidades de ese mundo, han sido escritores revolucionarios. De ellos, querámoslo o no, venimos todos los que estamos en el oficio de urdir ficciones. El gran novelista William Faulkner, por ejemplo, recogió las lecciones de Joyce y, naturalmente, como corresponde a todo creador, les dio otras vueltas de tuerca para definir su propia autonomía expresiva.
En Javier Vásconez vemos las huellas de Kafka y las de Faulkner, igualmente decantadas según sus necesidades. Kafka escribía novelas cortas, o novelas gigantescas que no terminaban nunca y que quedaron inconclusas. Faulkner, creador de atmósferas densas y extraordinariamente complejas, mezclaba voces o puntos de vista entre saltos temporales. Vásconez, en La otra muerte del doctor, opta por la novela corta y narra su historia de Josef Kronz como quien avanza en la bruma de un sueño, en cuyos claros del camino el lector va descubriendo tramos cruciales que establecen lazos que desconocíamos entre sus personajes. De ese modo nos atrapa por partida doble: primero con su intensidad narrativa, que nos impide detener la lectura para un respiro, y segundo, con una densidad que nos hace pensar que estamos leyendo una novela larga llena de vericuetos.
En Vásconez, por si fuera poco, hay fusión de géneros. No solo hace realismo, o novela psicológica, sino también cuaja ese clima confuso y perturbador característico de la novela negra. El Josef Kronz de La otra muerte del doctor, como su pariente literario, padece también una investigación, que nos muestra, de un lado, el respeto a las jerarquías, representada por la compañía de seguros, y de otro, los laberintos burocráticos y anímicos de su personaje.
Kronz, hombre dedicado a la medicina, es un checo inmigrante de esos que pudieron huir a tiempo del totalitarismo comunista y que logra refugiarse en el Ecuador. En sus inicios, que serán difíciles como suelen serlo para todo inmigrante que se abre paso, vive en el páramo del Ecuador, en las alturas casi inhóspitas de la cordillera de los Andes, un territorio en el que hasta caminar resulta difícil. Cito un párrafo de la novela: “De todas las humillaciones a las que la vida lo había sometido, ninguna le había provocado más aflicción que el hecho de respirar como un asmático para hurtarle un poco de oxígeno al aire. Por fin había emprendido la marcha hacia el límite nublado de la cordillera, tratando de apurar el paso, pero el aire era tan denso que parecía retenerlo. Tardó en habituarse a la pesadez del ambiente”.
Kronz es un especialista en el “mal de altura.” Sobre ese tópico, tan puntual, el doctor Kronz ha sido invitado a dar una conferencia en Nueva York. Pero allí un joven desconocido intenta matarlo. No pretende robarle, ni darle un escarmiento: quiere asesinarlo. Más adelante, un agente de seguros investigará el caso y descubrirá el móvil de ese intento de homicidio, que oculta por detrás una serie de experiencias del pasado de Kronz, en las que prevalece una extraña y olvidada historia de amor.
Pero volvamos al principio de la novela. ¿Por qué un médico, un sujeto que lleva una vida común y corriente, se encuentra de pronto en un trance tan peligroso? ¿Todo se debe a una confusión? ¿Acaso lo ataca un loco? Kronz se nos presenta en una pesadilla diurna: una situación kafkiana.
Si Vásconez nos hubiera contado su historia en forma lineal, yendo al grano, esta le habría tomado a lo sumo tres o cuatro párrafos, pero al contarla mediante fragmentos y atisbos yuxtapuestos, yendo y viniendo del pasado al presente o viceversa, consigue construir una atmósfera, un notable diseño de personajes y una intriga que desde la primera a la última página sumen al lector en la curiosidad y el desasosiego. La novela, en realidad, transcurre en dos escenarios: la ciudad de Nueva York, una de las más populosas del mundo, y el páramo, uno de los lugares más solitarios. Hay, también, unos pasajes circunstanciales en la ciudad de Quito, pero son simples conectores de esa dualidad entre el páramo andino y la gran ciudad norteamericana.
Me gustaría hablar más sobre el argumento de La otra vida del doctor, en la que Kronz asumirá el incidente del desconocido que le dispara en Nueva York como una muerte simbólica, pero me abstengo, pues no quisiera revelar misterio que los lectores tendrían que esclarecer. Solo voy a precisarles que estamos ante un libro de gran nivel, narrado por un autor en total dominio de sus facultades, y cuyo argumento y construcción de situaciones, llenas de serpenteos y filosas aristas, se nos ofrece como un festín literario. La otra vida del doctor es una novela literaria incluso desde el diseño de la cubierta, que muestra un dibujo de Zelda Fitzgerald. Hay en ese dibujo anuncios, letreros de establecimientos, pero también vemos un nombre, Xavier. Javier Vásconez vio en esto último una señal que lo aludía.
Vásconez y sus novelas, en fin, son literatura pura, la de buena ley, la que hoy y siempre nos interesa leer.
* Texto de presentación del libro, leído en la Feria Internacional del Libro de Lima.